viernes, 8 de agosto de 2014

Sobre mártires y crucificados

Primero leí el relato de Borges El evangelio según Marcos, aparecido en 1970 en su libro El informe de Brodie, en el que se narra cómo unos peones de hacienda aceptan en su literalidad las lecturas del evangelio que les hace un amigo del patrón y le crucifican. Luego vino El misionero, historia dibujada por Calor Jiménez en 1980 a partir de un relato que Stanislaw Lem: el padre Oribacio es enviado a evangelizar a los memnogos, pueblo extraterrestre increíblemente dulce y bondadoso. El padre Oribacio, encantado con la receptividad de su rebaño, les adoctrina en el Viejo y Nuevo Testamento y después pasa a su tema preferido: los mártires. Vehemente, les contará las diversas formas en que los mártires fueron maltratados y por las que fueron al cielo. Un día, por fin, los memnogos, deseosos de hacer el bien al padre Oribacio, y tras confirmar que él quiere el cielo por encima de todo, le someten a sus martirios preferidos para que, aun a costa de su propia condena, él vaya al cielo, como tanto desea.

Después leí los Diarios de las estrellas, libro publicado por Lem en 1957 que contiene la historia del pobre Oribacio. Pero no es hasta hace pocas semanas que, leyendo El último lector, libro de 2005 en el que Ricardo Piglia cita el cuento del inglés crucificado, yo caiga en el evidente parecido entre ambos relatos.

Lo de menos es si Borges conocía o no el cuento de Lem (lo raro sería que no lo conociese). Si tomo estas notas es para dejar constancia, por un lado, de mi desmemoria y. por otro, de dos temas literarios interesantes: la insinceridad intelectual y la literalidad supersticiosa del lector crédulo.

El primero está claro: muchos defienden de palabra lo que nunca aceptarían de hecho, cosa muy común, por ejemplo, entre las clases conservadoras españoles, que escuchan de buen grado los sermones acerca del amar al prójimo y, sin embargo, desprecian profundamente a los desfavorecidos. O entre críticos de la ciencia, a la que consideran un constructo cultural más pero a la que acuden cuando una enfermedad grave les aqueja. O entre políticos, que piden al pueblo que cumpla con sus obligaciones, justo esas que ellos mismos no cumplen.

Respecto del segundo tema los dos relatos muestran dos versiones muy diferentes: en el de Lem es el tono sarcástico el que predomina: los memnogos no son ignorantes, no son idiotas: simplemente, deciden no desconfiar de las palabras de Oribacio y actuar en consecuencia, quizá con algo de ironía: por eso el cruel final arranca sin embargo una sonrisa del lector. En el caso de los peones de Borges es la ignorancia y, por ella, la imposibilidad de cuestionar lo que viene del amo, del ser superior, lo que desencadena la tragedia. A una familia analfabeta y embrutecida, se le enseña que la salvación viene a través de la muerte de otro. El que el lector del Evangelio ni siquiera esté convencido de lo que lee hace más evidente la impostura. Y también la diferencia entre unos y otros: uno lee, pero no cree. Los otros no leen, pero creen.

miércoles, 2 de julio de 2014

Credulidad y probabilidad

No sé cuánto tiene de verdad la historia, pero incluso como cuento vale: James Randi es un ilusionista que un día se cansó de ver cómo algunos usan los trucos de su profesión para engañar a incautos y presentarse como brujos, videntes y demás. Desde ese momento se ha dedicado a desenmascarar a esto estafadores replicando sus trucos y montajes.

Un día realizó una de sus exhibiciones en la televisión. Entonces un congresista de los USA le dijo que era un farsante. “Efectivamente, eso soy, un farsante que usa trucos para engañar a los espectadores”. “No-contestó el congresista-: eres un farsante porque usas magia de verdad y pretendes convencernos de que no”.

Así es la creencia, defraudada por la realidad, mala con la probabilidad y esclava de la disyunción. Me 
explico.

Al creyente la realidad le sabe a poco. Suelen hablar con admiración de las maravillas de la naturaleza para justificar su necesidad de un diseñador, pero lo que esto denota en realidad es que a la naturaleza la ven coja, incompleta, incapaz de explicarse a sí misma. En definitiva, ven la naturaleza como una pobre huerfanita y por eso, deseosos de enmendar tamaña falta, le inventan un padre.

El creyente es malo con la probabilidad, como casi todos los seres humanos, pero, lejos de saberlo y ser en consecuencia prudente, el creyente es osado y adjudica probabilidades de la única manera que sabe: al cincuenta por ciento. Un ejemplo es el del jugador de lotería primitiva. Da igual que le expliques que es más probable que le parta un rayo a que le toque: él contestará: “pero toca, ¿no?”.  De alguna manera sutil, para un crédulo, todos los sucesos son igualmente probables, y con eso viven. “Pero puede ser, ¿no?” es la frase que el crédulo usa después de que un pobre escéptico le haya explicado con todo lujo de detalles físicos e históricos, la extrema improbabilidad de que los nazis hubiesen diseñado una máquina del tiempo. El problema es la asimetría: asignar probabilidades implica conocimiento, análisis, esfuerzo, mientras que creer es mucho más fácil, porque no hay que hacer nada. Y tan divertido…

La esclavitud de la disyunción ya está explicada en parte, aunque merece unas palabras más: la disyunción, o esto o lo otro, es una de las muchas trampas del lenguaje. Su estructura binaria introduce una simetría en los enunciados que lleva a confusión. Cuando la usamos, parece que los dos términos de la disyunción son igualmente probables: “hoy puede que llueva o puede que no” parece decirnos que igual que puede llover puede que no, cuando perfectamente puede ser que la probabilidad de lluvia sea del 95% y, por tanto, la de que no lo haga del 5%. Formalmente la afirmación “puede que toque, puede que no” es absolutamente cierta, pero terriblemente engañosa para quien está deseando encontrar una razón para jugar. O para creer.


Pascal explicó que, desde el punto de vista de la probabilidad, lo racional es creer en dios, porque aunque consideremos su existencia una cuestión de azar, y aunque esta sea altamente improbable, lo que ganamos en el caso de acertar es tanto que merece la pena. Aparte de que no sé yo si a algún dios le valdría esta forma tan sin vergüenza de creer, lo que nunca explicó Pascal es lo que te pierdes en el caso de creer y equivocarte.

domingo, 8 de junio de 2014

El centro

A la derecha española, a casi toda, desde el centro derecha del PSOE a la derecha y extrema derecha del PP, les gusta decirse de centro. Esto en sí ya resulta raro, porque no hay tanto centro para tanto intervalo.

Si representamos las políticas económicas posibles en un eje de modo que las más liberales queden a la derecha y las más centralizadas a la izquierda, lo cual es una tremenda simplificación, ¿dónde ponemos el centro? El asunto es que una recta no tiene centro. O tiene infinitos, si lo prefieres: cualquier de sus puntos la divide en dos semirrectas iguales. Entonces ¿cómo hacemos elegir un centro? Pues señalando los extremos de un intervalo. Dado un intervalo, tenemos un centro. Pero, es obvio, este procedimiento hace del centro un concepto muy relativo: basta mover los extremos para mover el centro.   

Pensemos en unos tipos cuyas únicas soluciones a una crisis económica son despedir trabajadores, reducir salarios, desahuciar a la gente de sus casas, congelar las pensiones y recortar las ayudas sociales. Pensemos en ellos, pensemos que se dicen a sí mismos de centro, y pensemos en consecuencia dónde han puesto ellos los extremos. ¿Qué se imagina por su derecha? ¿Qué puede haber más a la derecha? ¿Esclavismo?

Una consecuencia de llevar el centro tan a la derecha es que el lado izquierdo se ve desplazado al extremo, de modo que cualquier idea progresista se convierte, por definición, en extremista y, por añadidura, en peligrosa. Así, de un plumazo, simplemente por  repetir una y otra vez que ellos son de centro, nos colocan a todos los demás en las fronteras del sistema, si no fuera, donde nos pueden tildar de utópicos y revolucionarios, cuando no de terroristas.  

Otro engaño relacionado con el centro es ver la política como una recta, pensar que la política tiene una única magnitud que pueda graduarse de izquierda a derecha, cuando no es así. La vida es tremendamente compleja, y la política trata de todos los aspectos de la vida. Alguien puede defender el libre mercado pero estar a favor del aborto. Se puede ser católico y republicano. Se puede defender un modelo mixto de economía y abogar por la enseñanza pública, o por la privada, o por las dos. Son muchas las dimensiones de la actividad humana y en cada una de ellas podemos fijar extremos y un centro, y cruzar todas esas líneas en un espacio multidimensional y buscar en ese mundo de lo posible lo que queremos. Lo que no se puede es reducirlo todo a la simpleza de izquierda o derecha.

Intentan engañarnos. Lo intentan trampeando la regla para mandarnos a las orillas y colgarnos el cartel de extremistas peligrosos y asustar así al personal. Lo intentan haciéndonos creer que el centro es uno, que se es de centro en todo, que todo es un paquete, y así mezclan economía con moral, macroeconomía con microeconomía, los beneficios de las empresas con los sueldos de los trabajadores.

Pero las cosas no son así: el centro está donde decidamos que esté. Querer una enseñanza y una sanidad públicas de calidad no es de extremistas. Querer meter en la cárcel a los corruptos no es de extremistas. Querer pensiones y sueldos dignos no es de extremistas. Querer que la gente pueda hacer con su mente y su cuerpo lo que le venga en gana no es de extremistas. Querer el bienestar de la inmensa mayoría de los seres humanos no es ser extremista: es estar muy, pero que muy centrado.

jueves, 5 de junio de 2014

Textos sagrados

Hay gente que cree en textos sagrados, textos relacionados con la divinidad y fuera de los cuales nada existe. En ellos se describe la verdad y se prescribe lo que está bien y lo que está mal. Son, por definición, inmutables, como lo es la Verdad que contienen. Escritos por humanos poseídos por algún espíritu intermediario o por la propia divinidad, son reflejo, en la medida de lo posible, del pensamiento de dios, el cual, al tener que expresarse en el limitado pensamiento humano, lo hace con frecuencia mediante metáforas y parábolas que han ser de interpretadas por sabios sacerdotes especialmente adiestrados.

Pensaréis que estoy hablando de la Biblia, del Corán, de los Vedas, y libros así, ¿no? Pues podría ser, pero no; hablo de la Constitución Española. Ayer, el Fiscal General del Estado ha dicho “lo que no está en la Constitución no existe en la vida política y social de España”. Es genial. Es sublime. Es un criterio ontológico extraordinario: para saber si algo existe o no basta ver si está en la Constitución. Tantos siglos de filosofía para descubrir ahora que la cosa de la existencia se resolvía tan fácilmente.

Sería para reírse si no fuese tan penoso, porque con frases así el Fiscal nos desprecia a todos, nos convierte en comparsas de un texto legal, en vez de defender lo que debería ser obvio, y es que los textos legales están para servirnos, y no para mitificarlos y adorarlos.

¿Hay que cumplir la Constitución? Sí, pienso que es las leyes hay que cumplirlas. Las sociedades que lo hacen son buenas sociedades. Pero las leyes se pueden cambiar. La propia Constitución Española incluye el mecanismo para hacerlo. De hecho, cuando el FMI, Merkel, Obama o quien fuera nos lo mandó, la cambiamos en una noche para calmar a nuestros acreedores. Entonces, ¿de qué estamos hablando?

Si os fijáis, los poderosos raramente dan argumentos: lo que hacen es descalificar al contrario moral, ética y hasta estéticamente. Cuando alguien hace eso, no argumentar, es porque no tiene argumentos. Por eso se meten con el estilo del contrario, o llaman al miedo, o invocan la tradición, o la unidad de todos, o esgrimen rancios valores morales y otros expedientes que nada dicen de los problemas reales de los que se trata pero que sirven para desprestigiar la imagen del contrario y así, de paso, su posición.

El debate sobre la monarquía es un claro ejemplo: como no tienen argumentos (desde luego, ninguno democrático) tienen que decir que la república en el pasado no funcionó bien (¿y la monarquía sí?); que hay que mantener el consenso (¿el de hace treinta y tantos años?); que no nos podemos salir de la constitución (¿ah, no?); o que los defensores de la república son perro-flautas, viejos que quieren rejuvenece, o seguidores del chavismo. Alta política, ¿verdad?

Todo esto recuerda muchísimo a la estrategia secular de la Iglesia Católica: ellos ya se dieron cuenta hace mucho tiempo de que lo mejor no es considerar que el otro es distinto, sino pecador. Pues eso somos los que queremos vivir en una república: somos malos. Y sin estilo, que no sé qué es peor.


Pues sea.

miércoles, 4 de junio de 2014

¿Monarquía?

Ante la abdicación del rey cabe una pregunta: ¿por qué no aprovechan para preguntarnos a los ciudadanos si queremos seguir con la monarquía o si, por el contrario, queremos pasar a la república?

Más allá de las muchas razones concretas y políticas que se esgrimen por ahí, hay una razón fundamental: la monarquía es esencialmente incompatible con cualquier tipo de pregunta porque, desde el mismo momento en que se acepta que es cuestionable, la monarquía deja de tener sentido. Me decía el otro día una amiga que si se hiciese un referéndum saldría a favor de la monarquía. Y es posible: seguimos siendo un país muy conservador, por no decir cobarde. Pero ese resultado lo único que haría sería retrasar lo inevitable dado que, si hoy nos planteamos la monarquía, también nos la podemos plantear mañana, pasado o dentro de cuatro años.

Claro, un sistema en el que la Jefatura del Estado se pone periódicamente en cuestión ya tiene nombre: república. Lo otro, que la Jefatura sea vitalicia y hereditaria, es otra cosa, es la monarquía, y debe ser incuestionable porque si no, ni vitalicia ni hereditaria.
No, nos pueden preguntar, saben que no nos pueden preguntar, porque eso es el principio del fin, es reconocer que puede terminar, que podemos pasar de ella.

Las razones que llevan a que presuntos socialistas defiendan la monarquía negándose a cualquier cuestionamiento son otra cuestión. Tienen que ver con el poder, con los intereses creados, con el detalle, con la realidad de este país sumido en la miseria.

Para terminar, quiero dejar clara mi posición. Me da hasta vergüenza decirlo, pero no hay que resistirse a decir la verdad cuando hace falta: la monarquía no es democrática, sencillamente porque escapa a la decisión de aquellos en quienes, teóricamente, reside la soberanía: la gente. No se trata, como pretenden algunos, de comparar dos sistemas políticos, de ver ventajas y desventajas; no se trata de que la república vaya a resolver más o menos problemas que la monarquía. Es algo mucho más básico: en la república la gente tiene el derecho de elegir a quienes han de ser las cabezas visibles del Estado. En la monarquía ese derecho se nos hurta.


lunes, 12 de mayo de 2014

Por qué voy a votar

Hace unos días el presidente de la patronal CEOE, Juan Rosell, dijo que no estaban las cosas para que los parados se pusiesen exquisitos. Y tiene razón, siempre y cuando no nos salgamos de su despiadada lógica liberal. Lo que parece no saber Rosell es que hay muchas lógicas, y que aguantarse con lo que te den no es la única respuesta a la dificultad de encontrar un trabajo decente. También puedes optar por mandar el sistema a la mierda.

Esta gente habla como si realmente la historia hubiese terminado, como si el neoliberalismo salvaje y ramplón que propugnan hubiese llegado para quedarse. Tan convencidos están de haber neutralizado la amenaza comunista que no entienden que el aguante de la gente, por muy grande que sea, es limitado, y que puede llegar un momento en que el contrato social deje de merecer la pena.

Y no estoy hablando de ideologías o de derechos: estoy preguntándome por qué le debería a alguien merecer la pena trabajar duramente todo el día por un sueldo que no le permite vivir; o por qué debería comprometerse alguien con una empresa que puede ponerle de patitas en la calle porque sí; o por qué debería alguien fundar una familia, base de la sociedad según ellos mismos, sin tener ninguna garantía de futuro. ¿No sería de idiotas en estas condiciones trabajar y comprometerse con la empresa y con la sociedad?

Esta gente, no sé si llamarlos empresarios (sería injusto para alguno) o mejor esclavistas (el que no lo sea ya se excluirá él solo), quiere el chocolate y las tajadas. Quieren gente educada; respetuosa con las leyes; cumplidora de sus deberes sociales; proletaria (es decir, que contribuya con su prole a la sociedad) y consumidora de los bienes y servicios que producen las empresas, pero que todo eso lo hagan ganando sueldos de miseria y con una educación y una sanidad de mínimos.

Una de las cosas más difíciles de la vida es desear bien. Desear a secas es una chorrada. Es como esos que les gustaría ser caballeros andantes o princesas medievales. Eso no es desear, es soñar, por no decir que es una gilipollez, que es muy distinto. La patronal española no sabe desear, porque no es solo de gentuza, sino de idiotas, desear lo imposible, en su caso pagar sueldos de miseria pero que la gente siga consumiendo, como si los consumidores y los asalariados fuesen especies distintas. De empresarios inteligentes sería desear un país rico en el que una clase media casi universal consumiese compulsivamente sus productos. Pero desear la pobreza para casi todos y la riqueza para uno mismo y sus amigos no solo es de canallas, sino de imbéciles.

Últimamente, cada vez que me pongo a pensar en estas cosas acabo igual, decidiendo que no solo son gentuza, sino que, además, son tontos del culo, lo cual es malo, muy malo, porque de los codiciosos ni siquiera podemos esperar que generen riqueza. De hecho, no hay más que ver las crisis que montan. Las únicas décadas de paz y prosperidad que ha vivido Europa son las que median entre la Segunda Guerra Mundial y la crisis actual. Es algo sabido que el que parte de esa prosperidad llegase a todas las clases sociales, lo que se llamó estado del bienestar, se debió al miedo al comunismo soviético. Porque así es la cosa: solo con miedo son capaces los ricos de controlar su codicia. Con la caída de la unión soviética se han quedado sin miedo. Por eso necesitamos que vuelvan a sentirse amenazados, y la mejor forma de conseguirlo es hacer que su poder omnímodo se vea en entredicho.

No soy comunista: el comunismo se basa en presupuestos psicológicos e históricos que pienso que son incorrectos. Comparto con el anarquismo su rechazo al poder, pero no sus alternativas, que me parecen inviables. Desde luego, no creo en esta falsa democracia que vivimos. Pero, mientras esperamos a que alguien se le ocurra la solución a este desaguisado, las cosas están como están y no podemos permitirnos que la infinitesimal cuota de poder de la que disponemos, el voto, se vaya al enemigo. Por todo esto pienso que tenemos que votar. Pero de ninguna manera a los partidos que se reparten habitualmente el poder. Hay que votar a partidos que les provoquen miedo a los que mandan, que les haga pensar que, quizá, negociar y hacer concesiones no sea pecado. Hay que romper el bipartidismo.

Es posible que la socialdemocracia sea el único estilo de gobierno capaz de hacer posible la convivencia entre las distintas pulsiones humanas. Estamos tan locos... El problema es que la social democracia sin miedo tiende a escorar más y más a la derecha. Soy persona radical por carácter, pero entiendo que difícilmente la mayoría va a abrazar ideas radicales, al menos por un periodo largo de tiempo. Pero es que lo que la masa parece preferir, el centro, no existe sin tensiones. Y esas tensiones con el bipartidismo se diluyen en una farsa, en una falsa competición entre productos iguales. El centro- derecha es en realidad de derechas. Pero es que el centro-izquierda también.

Por eso pienso que los ciudadanos europeos, seamos indignados, cabreados, anarquistas, izquierdistas de los de antes, ecologistas, escépticos, soñadores, intelectuales, utopistas, o simplemente hartos de tanta mierda tenemos que votar. Pero no a los que mandan. Y doy una razón más: ellos han sido los que han provocado, o permitido, la crisis que se está llevando a países enteros y a millones de personas por delante. No es por ofender, pero es absurdo volver a confiar en quienes nos han traicionado una y otra vez. Y no votar es firmarles un cheque en blanco, por mucho que uno lo haga pensando en el maravilloso amanecer que vendrá algún día.  

Otra opción, naturalmente, es hacer la revolución. Por mí perfecto: me parecería bien, muy bien, darle la vuelta a todo esto. Mi problema es que no sabría decir qué o a quién quiero encontrarme a la vuelta. 

sábado, 8 de marzo de 2014

Lo que todos queremos

Si el pronombre yo es engañoso, lo del nosotros (y su colega, el vosotros) no tiene nombre. A muchos de mis alumnos musulmanes les cuesta entender, al menos al principio, que el mundo no se divide en un nosotros islámico y un vosotros cristiano porque, entre los demás también hay, por ejemplo, gente atea.

Les cuesta, pero acaban entendiéndolo, cosa que no le ocurre a gente adulta y presuntamente formada, gente para la cual el mundo es sencillo, porque se constituye de dos categorías: nosotros y los demás, hecho que para ellos se plasma en una forma de ver la vida: estás conmigo o contra mí.

Lo terrible es que hay quienes incluso esto les parece demasiado complejo y optan por una única categoría: todos. Así, hablan alegremente de lo que “todos quieren”; de lo que “todo el mundo sabe”; de lo que “todos entienden”. En ocasiones, no por matizar sino para ser un poco más hirientes, califican y hablan de “la gente de bien”; “la gente sensata”; “la gente normal”…

Yo estoy harto, completamente harto de estos imbéciles de mente roma incapaces de entender que hay más, mucho más de lo que entra en sus mentes estrechas y mezquinas. Estoy harto de escuchar pontificar a gente como, por poner un ejemplo, el presidente del gobierno español, acerca de lo que todos pensamos o deseamos. Pero ¿cómo se atreve?; pero ¿cómo se le puede pasar por la cabeza saber lo que deseamos los demás?; pero ¿realmente se cree lo suficientemente listo como para comprendernos a todos los demás?

Me temo que sí: antes creía que los dirigentes políticos eran seres maquiavélicos que perseguían con inteligencia fines secretos. Pero en Rajoy solo veo un tipo mediocre que persigue fines miserables, un mediocre de la peor clase, aquella formada por quienes, inconscientes de su propia mediocridad, desprecian lo que no entienden. Y hay tantas cosas que no entienden…

Y no estoy hablando de sus ideas, que también me repugnan, por cierto: estoy hablando de que se atreva a erigirse en mi portavoz. No tiene derecho a eso. Tiene el poder que le dan unas leyes (por otra parte bastante cuestionables), vale, pero la realidad es la que es: una quinta parte de los habitantes del Estado Español votaron a su partido: ellos sabrán si con ese voto le concedieron el derecho de hablar por ellos, de interpretar sus deseos, sus pensamientos. Pero los otras cuatro quintas partes no lo hicieron. Yo no lo hice.


Muchas palabras llevo para decir algo en el fondo muy simple: siento mucha, mucha vergüenza cuando escucho a Rajoy hablar en mi nombre. Y luego les extraña que haya gente que se quiera independizar.

jueves, 6 de marzo de 2014

Hipótesis y creencias

Creer es un término de uso problemático. La primera acepción de la RAE dice que es ‘tener por cierto algo que el entendimiento no alcanza o que no está comprobado o demostrado’.  Sin embargo, la tercera define el término como ‘pensar, juzgar, sospechar algo o estar persuadido de ello’. Así las cosas, creer significa una cosa y la contraria. Por eso yo procuro no mezclar los dos sentidos y uso creer solo en su primera acepción, mientras que procuro decir pienso cuando lo que quiero decir es ‘pienso’.

Me explico: yo no “tengo por cierto” que existen otras mentes distintas de la mía porque sí, sino porque mi entendimiento me dice que es la teoría más cómoda para vivir y porque me evita tener que buscar explicaciones al hecho de mi unicidad.

Mi posición acerca de los unicornios, por ejemplo, no se expresa fielmente con la frase no creo en los unicornios, sino con un sencillo, pienso que no hay unicornios. No se trata de una apuesta, ni una convicción: solo de la consecuencia de reflexionar acerca de las evidencias que tenemos sobre su existencia: ninguna.

Yo no creo (primera acepción) en nada. Naturalmente, habría que precisar el sujeto de la frase anterior: me refiero a mi yo consciente. Otras partes de mi cerebro sí creen en cosas. Por ejemplo, en el tiempo. Mi yo consciente sabe que no existe, pero mis otros yoes se empeñan en sentir su paso. Hay otras creencias que andan por ahí disimuladas en el propio lenguaje. Por ejemplo ese yo que metemos, implícita o explícitamente en frases como la que abre este párrafo. Mi yo consciente sabe que lejos de ser una unidad soy, en realidad, una “república de mentes”, un montón de programaciones a veces armónicas a veces contradictorias que compiten por los limitados recursos de mi cuerpo. Pero el lenguaje, y no querer ponerme pesado con estas disquisiciones cada vez que entro en conversación, se empeña en sacar a pasear cada dos por tres a mi yo y, encima, hacerlo rodeado de fuertes referencias temporales.

Rectifico pues: mi yo consciente no cree en nada: lo que hace es manejarse para la cosa de la vida con una bonita colección de hipótesis de trabajo que residen en mi memoria acompañadas de las experiencias y reflexiones que presuntamente las provocaron.

Estas hipótesis de las que hablo son ontológicamente débiles, en el sentido de que no postulan la existencia de tales o cuales seres sino que, de entre las ficciones que nos hemos inventado, son las que me resultan más útiles para manejarme con el mundo. Un ejemplo: mi hipótesis acerca de las otras mentes no es exactamente que existan otras mentes, sino que la ficción otras mentes es más interesante y útil que la ficción soy la única mente del cosmos.

Llegados a este punto, seguro que habrá quien siga pensando que yo creo en algo. Si este es tu caso, estimado lector, es que no has entendido nada.

miércoles, 5 de marzo de 2014

Optimistas

Optimista es el que cree en el progreso; o en la vida ultraterrena; o en pasados gloriosos. Lo es el que opina que la naturaleza es sabia; o que alguien inventará algo; o que, al final, saldremos adelante. Optimista es el que cree que sus éxitos corresponden a sus méritos: lo son quienes defienden el valor de la voluntad y el esfuerzo. Son optimistas los que creen en la verdad de la ciencia y en la ciencia de la verdad; o en el poder de la palabra. Y también lo son quienes ven en la música la encarnación de la idea y en el arte la salvación del ser humano. Son optimistas los predicadores del instinto y la espontaneidad (que no necesariamente los instintivos y los espontáneos). Es optimista la gente de izquierdas. Y los marxistas y los fascistas. Lo son quienes creen que tienen mucho que decir y los que dicen mucho. Son optimistas los que creen que alguien les está mirando y los que creen ser escuchados. También los que creen entender. Y los que creen que el hombre es bueno por naturaleza. Son optimistas quienes viven la ilusión de la libertad, presente o futura. Precisamente lo son quienes creen en el futuro. Lo es el jugador. Lo son el padre y la madre. Y el avaro y el pródigo. Y el que escribe su propio epitafio.

Optimista es, en suma, el que cree.