La moral de cada uno es un juego de
estrategias para actuar en el mundo. Tienen su origen estas estrategias en la
herencia genética y memética, biológica una y cultural la otra, en todas esas
influencias que a través del ADN y la socialización nos hacen ser como somos.
Estas estrategias entran con frecuencia en
conflicto consigo mismas, porque los objetivos de unas herencias y otras no coinciden.
Los genes trabajan por su perpetuación (sin darse cuenta de que ya no estamos
en la sabana), mientras que los memes trabajan por la suya (sin darse a veces cuenta
de que no somos pastores nómadas del desierto, por poner un ejemplo). Es, en
resumidas cuentas, el conflicto entre lo individual y lo colectivo.
Es este uno de esos conflictos que no
pueden resolverse de una vez para siempre, porque el bienestar social exige del
individuo sacrificios, entre otros que deje de serlo tanto; mientras que el individuo
exige de la sociedad libertad para campar a sus anchas y que no esté diciéndole
todo el día cómo debe ser o actuar.
La frontera entre ambos mundos no es una línea
recta, ni una suave curva diferenciable. Abusando de la metáfora, diría que es
fractal. Nos fijemos en el ámbito que nos fijemos, encontraremos entremezcladas
las influencias de genes y memes, de los instintos y de la sociedad, da igual
que hablemos de la intimidad del cuerpo o de las profundidades de la mente: desde
el sexo hasta las concepciones filosóficas, todo está influido por los dos
juegos de instrucciones que guían nuestro juicio.
La cuestión es que la vida humana es tan
compleja en situaciones, y la herencia tan rica, que las combinaciones son innumerables
y que esa frontera es, por tanto, única para cada uno. Hasta qué punto estoy
dispuesto a ceder parte de mi individualidad no tiene que coincidir, de hecho
no lo hace, con lo que otro está dispuesto a hacerlo. El grado de compromiso con
la sociedad de la que es capaz cada humano puede ir de cero a infinito.
Y la razón, ¿qué pinta en todo eso? Pues,
pese a llevarse tantas veces las culpas, no deja de ser el instrumento con el
que intentamos aclararnos a veces, y otras simplemente justificar, nuestras
elecciones. Primero queremos y luego pensamos por qué. Primero juzgamos y luego
pensamos por qué. Reconstruimos racionalmente las cosas para lograr argumentos que
apoyen nuestras acciones y juicios, pero la voluntad ha ido por delante. No nos
preguntamos si matar es malo: sentimos que lo es y luego, si hace falta, buscamos
razones para argumentarlo. De hecho, cuando descubrimos que no
nos importaría ver muerto a Fulanito, rápidamente buscamos la razón que justifica
tal excepción a nuestra regla moral.
Por eso suelo hablar de que la ética se
reduce, en última instancia, a estética: porque nuestros juicios no está
racionalmente justificados, sino que son producto de nuestra forma de ser,
producto en última instancia de esa complicada y única combinación de
influencias que somos cada uno. Son, en definitiva, manifestaciones de un gusto
particular. Pero lo de menos es la forma de decirlo: si lo de estética no suena
bien, pues con no usarlo, basta. Lo importante es la idea de que no existen universales
éticos, sino formas particulares de ver las cosas.
Termino con un ejemplo concreto: ayer se
juntaron en el centro de Madrid unos miles de familias cristianas para rezarle
a su Dios. Que tengan que hacerlo en la plaza de Colón y no en cualquier
descampado y jorobarnos a los demás es algo que no acabo de entender, pero eso
es otra cuestión. Lo que viene al caso es que los convocantes y asistentes no
solo han elegido una forma de vida distinta de la mía, sino que consideran que
la mía es perniciosa y quieren prohibírla. ¿Es esta una posición ética? En
muchos casos no, es simplemente moral, porque les han dado la pildorita y se la
han tragado sin más. Pero, en otros muchos casos, sí que lo es, porque han
pensado sobre ello y han concluido que yo soy un peligro. Mi gusto y el suyo, mis
elecciones vitales y las suyas, nuestras éticas respectivas, son irreconciliables.
La verdad es que, después de escribir el párrafo
anterior, me doy cuenta de que considerar estética una visión del mundo tan sucia
como la de la jerarquía católica es una aberración. Mejor hablaré de gusto.
En su caso, de mal gusto.