lunes, 29 de noviembre de 2010

Fractales en blanco y negro

Pues nada, que sepáis que he subido algunas cosas nuevas a Epsilones, entre ellas algunas imágenes fractales en blanco y negro... y también en color.

martes, 9 de noviembre de 2010

Moebius Transe Forme


La sede de la fundación Cartier, obra de Nouvel, es un edificio fantasma, a medias oculto por los reflejos de la mampara de cristal que lo aísla del exterior y a medias flotante por culpa del jardín que parece sostenerlo.
Para colmo llueve en París, lo que hace que sea el momento y el lugar ideal para visitar la exposición Moebius Transe Forme. El asunto es mostrar la constante metamorfosis que los personajes de Moebius han ido experimentando a lo largo de los años: Blueberry, John Difool, Arzach, Stel y Atana, el mayor Gruber, el propio personaje Moebius, todos ellos han ido mutando y, a la vez, contaminándose mutuamente. La exposición la componen una impresionante colección de originales y un corto de ocho minutos en 3D titulado La Planète Encore protagonizado por la pareja del mundo de Edena.

De Moebius me sorprende que me siga sorprendiendo. “Pero, ¿él ha dibujado esto?” me digo una y otra vez mientras inspecciono medio embobado dibujos que a veces me parecen enormemente grandes y, a veces, ridículamente pequeños. Es como si las escalas no influyesen en el pulso de este hombre. Ni las escalas ni nada, quizá porque es de esos tipos que, en vez de observar el  mundo, lo crea.

He de reconocer que el hecho de que la exposición estuviese hasta arriba me produjo, además, cierta sensación de confort. A veces se siente uno tan solo...

De todas maneras, Francia es Francia: paseando por los campos Elíseos descubro que Le Monde Diplomatique, magnífica publicación de izquierdas, acaba de editar un número especial en bandé dessiné, es decir, en tebeo: todo un número de cien páginas de artículos políticos escritos con la técnica de los tebeos. La introducción, tremendamente irónica, avisa de que, tras un periodo de transición, Le monde Diplomatique será siempre así, en tebeo.

Están locos estos franceses.

jueves, 21 de octubre de 2010

Banksy goes to Hollywood

Exit through the gift shop es una película del sinvergüenza de Banksy, hilarante y profunda. Imprescindible para los amantes del ARTE con mayúsculas y con minúsculas.




domingo, 17 de octubre de 2010

Máquinas de supervivencia

"Cada organismo individual debería ser visto como un vehículo temporal en el cual los mensajes de DNA pasan una minúscula fracción de sus geológicas vidas."

"Un cuerpo individual es un gran vehículo o ‘máquina de supervivencia’ construido por una cooperativa de genes para la preservación de copias de cada uno de los miembros de la cooperativa." 

Richard Dawkins en The Blind Watchmaker 

martes, 12 de octubre de 2010

sábado, 9 de octubre de 2010

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Hasta otra

A algunos os debo una explicación. Motivos personales y profesionales me dejan sin tiempo para atender este blog como os merecéis los que, una y otra vez, con buena o mala leche, respondéis a mis propuestas. Ha sido un placer recibir vuestros apoyos y vuestras puyas a mis tontunas, y un estímulo para ir un poco más allá  de mis pensamientos, que es lo único que realmente me importa.

Pero, este es el hecho, en lo sucesivo no voy a disponer de demasiado tiempo. Por eso me despido y os pido que me digáis dónde os puedo encontrar para asistir, al menos como oyente, a vuestras cosas.

No voy a cerrar el blog. Si una imagen, o una música, o una película me llaman la atención, puede que me deje caer por aquí. 

Salud. 

lunes, 9 de agosto de 2010

Paranoias

Estaba yo viendo en el telediario de ayer las ahumadas calles de Moscú y reflexionando sobre todo el bien que el capitalismo le ha traído a la vieja Rusia cuando la imagen cambia al aeropuerto de Barajas. Allí, una reportera ha localizado un ciudadano español con billetes para irse a Moscú de vacaciones con su familia. Ante la doble pregunta “¿qué piensa hacer?, ¿piensa ir de todas maneras?, el ciudadano contesta. “Sí, vamos a ir. He comprado una mascarilla para cada uno y ya veremos. Mejor no pensarlo”.

Sí señor, con dos cojones: “mejor no pensarlo”, no vaya a ser que la conclusión no me guste y me vea obligado a cambiar mis planes. Estamos, señoras y señores, ante un ser libre, auténticamente el libre, completamente independiente de la razón y de todo condicionante que pueda modificar sus impulsos, un ser que no se arredra ante las contingencias de la vida.

Estas demostraciones de sabiduría popular me emocionan. Ver que siglos, milenios de pensamiento e investigación, de experimentación y reflexión no han podido doblegar la sinrazón vale más que todos los tratados de antropología juntos. ¿Progreso? Qué tontería.

Todos nacemos cromagnones. Lo asombroso, lo verdaderamente esperanzador, es que muchos mueren cromagnones.

PD: Vengo un tiempo dándoles vueltas a un blog en el que explicitar y coleccionar mis paranoias. Una de ellas tiene que ver con frases del estilo de “mejor no pensarlo”: me parecen tan geniales que no puedo evitar pensar que han sido acuñadas por algún think tank ancestral cuyo objetivo es salvaguardar la estupidez humana. Sirva esta entrada para invitaros a Homo paranoicus. [Nota del 7-1-2011: Homo paranoicus dejó de existir poco después]. 

viernes, 6 de agosto de 2010

Mr. Nobody

Ando estos días dándole vueltas al concepto de libertad. Como último paso me he puesto a pensar en la libertad total. La idea que tenemos sobre ella es simple: uno es totalmente libre cuando puede elegir sin que su elección se vea limitada por condicionante alguno.

Más allá de la imposibilidad de este hecho, esta idea muestra nuestra mezquindad de miras, nuestra simpleza. Que esta sea producto de los límites que nos impone el mundo físico no quita para que la idea sea de una completa mezquindad.

La libertad total no consiste en elegir un de los caminos, sino en poder seguirlos todos, o solo la mitad, o los que se quiera. Más aún, la libertad total incluye la posibilidad de rectificar, de rehacer el pasado conocidas las consecuencias futuras. ¿Cómo podemos llamar libertad a actuar ignorante de las consecuencias de nuestros actos?

Bueno, pues en estas estoy cuando voy al cine, veo Mr. Nobody, dirigida por Jaco Van Dormael, y me encuentro con una película que habla de la libertad, y de la multiplicidad de los caminos, y de la complejidad. Mr. Nobody es una película emocionante, divertida, extremadamente inteligente y visualmente extraordinaria que habla de cómo el tiempo, el caos y la entropía configuran las decisiones de los seres humanos, es decir, su libertad.

Asesorado por gente como Schuiten y Peeters (La ciudades oscuras) o la filósofa Isabel Stengers (La nueva alianza), Van Dormael ha filmado un guión espectacular con un montaje complejo y, sin embargo, perfectamente inteligible. Y es que la oscuridad suele ocultar la falta de ideas, mientras que esta película es luminosa.

Resumiendo: una verdadera gozada que, en mi caso, solo se ha visto empañada por una profunda e incurable envidia.


martes, 13 de julio de 2010

Número 39 de Epsilones

Pues eso, que acabo de subir unas cosillas a Epsilones. Las novedades se pueden ver en:
http://www.epsilones.com/paginas/a-hemeroteca-8-2010.html

Hijos y libros

Al comienzo de las vacaciones, durante unos días, suelo dedicar unas horas a poner orden en los libros que, como si fuesen setas, han llenado durante el curso todos los rincones de la casa. Aunque soy hiper-ordenado, la falta de espacio me obliga a colocarlos encima de los que ya tienen su sitio, y en doble fila, y en montones sobre cualquier superficie horizontal disponible. Así que, al comenzar las vacaciones, me remango, y me dedico a reorganizarlos, a seleccionarlos, a mandar algunos al ostracismo de las cajas de cartón y a reconfigurar las estanterías. La cosa es que se me pasa el tiempo sin sentir tirado en el suelo rodeado de montones de libros, deshaciendo los montones y volviéndolos a apilar. A veces no sé dónde colocar un determinado texto, como esos que no sé si encajan mejor en psicología, en antropología, en sociología o en ciencias del cerebro, y le doy vueltas a su contenido y recuerdo las sensaciones que me produjo su lectura, y lo que me estaba pasando cuando los leí y en los cabreos que cogí con el autor por decir esas cosas tan...

Vamos, que disfruto como un enano. La cosa es que estaba yo el otro día en estas, ocioso, relajado, y rodeado de mis libros, cuando me ha dado por preguntarme por el futuro, en concreto, por su futuro, por el futuro de mi biblioteca. Sé lo que pasa con ellas cuando el dueño desaparece (cuando se muere, vamos): llega alguien, un sobrino quizá, la vende a una librería de viejo y los libros del difunto aparecen por ahí a la venta por prácticamente nada. Lo sé porque algunos libros que fueron de otros ahora están en mis estanterías. Que los libros pasen de mano en mano no es malo. Lo malo de esto es que se produce una pérdida de información. Me explico.

Mis libros son, en su inmensa mayoría, malos. Quiero decir que son libros de bolsillo, baratos, encuadernados casi todos en rústica, la mayoría de colecciones baratas si no de quiosco. No tienen valor como objetos. Pero están trabajados. Tienen mis notas, y esas notas los comunican con los otros, y todos en conjuntos forman una extensión de lo que yo soy. Yo, y mis archivos electrónicos, los conectamos, y tejemos una red cuyos nodos son textos y cuyas conexiones van, en muchos casos, a través de la red, a otras bibliotecas, reales o virtuales.

Cuando una biblioteca se vende todo esto se va a la mierda. Quedan los textos, pero se pierden las conexiones. Enardecido por la tarea y ensoberbecido por los recuerdos, he deseado evitar tamaña ignominia y me he puesto a pensar en cómo evitar que mi biblioteca se diluya y sucumba a la entropía cuando yo me muera. Si fuese alguien importante, podría pensar en crear una fundación que tuviese como parte de su patrimonio mi biblioteca. Pero no es el caso: yo no soy nadie (curiosa frase, ¿eh?). Consciente de mi insignificancia, otra solución me ha venido a la cabeza: los hijos.

Los hijos son los herederos de uno. Su prolongación en el tiempo. Una de las dos formas de la inmortalidad, junto con la memoria. Por eso he pensado en ellos, por eso, durante un momento, me he imaginado a mis descendientes cuidando mi biblioteca, leyéndola, y haciéndola crecer. Qué bonito...

Lo cierto es que solo ha sido un segundo. Al segundo segundo, he dado un manotazo al aire y he disuelto la ensoñación. ¿Mis hijos leyendo mis libros? ¿Cuidándolos? ¿Ampliando la biblioteca? En primer lugar, ¿por qué pensar que les interesaría lo más mínimo? A la inmensa mayoría de la humanidad le importan un pimiento los libros, así que no hay por qué pensar que fuese a ser distinto con mis hijos. En segundo lugar, ¿quién soy yo para incluir en mis planes a otros? En tercer lugar, ¿de verdad quiero ser sucedido? No, en realidad no. Tampoco soy para tanto...

Ya he comentado que, si es posible, desearía que lo que no se pueda reutilizar de mi cuerpo se lo tiren a los buitres. Teniendo en cuenta que mi biblioteca es una extensión de mí mismo, se me ocurre que lo equivalente es, si nadie le encuentra mejor uso, hacer con ella una bonita fogata en una noche de solsticio.

En cuanto a los hijos, no sé que razones puede haber para tenerlos, pero, desde luego, esta de la inmortalidad no es una de ellas, porque considerarlos herederos significa convertirlos en medios, y un humano nunca debe ser un medio.

lunes, 5 de julio de 2010

Superstición y escepticismo

Escucho en la radio, en un programa de máxima audiencia, decir al locutor: “la victoria de Nadal es un buen augurio para la selección española”.

Aunque soy un completo ignorante en las cosas estas deportivas, he pensado que si se conectan los éxitos del tenista con los de la selección de fútbol es porque, en el pasado, se ha producido una serie apreciable de coincidencias que ha llevado al personal, por inducción incompleta, a conjeturar una “ley”.

Este procedimiento de la inducción incompleta es el que aplicamos de modo instintivo cada vez que descubrimos una regularidad, y forma parte de nuestra capacidad de aprendizaje. La idea es sencilla: si observamos que un fenómeno se produce en ciertas circunstancias, inferimos que en el futuro, en las mismas condiciones, se producirá el mismo fenómeno. Tiene sus riesgos, claro, (recuérdese el pollo de Russell, aquel que indujo a partir de la experiencia que el granjero le alimentaría día tras día), pero como punto de partida, y a falta de otra cosa, la inducción incompleta es utilísima. Gracias a ella aprendimos a creer en la salida del sol cada mañana, o que los embarazos viene precedidos de cópula, o que todos los humanos somos mortales.

Pues, como iba diciendo, al escuchar lo del augurio, presto atención a la radio para ver si lo explican: y sí, lo explican: si consideran que la victoria de Nadal es un buen augurio para la selección es porque una vez, UNA VEZ, que ganó Nadal también ganó la selección española.

Antes de indignarme y empezar a echar espumarajos por la boca y exabruptos contra estos imbéciles pagados de sí mismo que en la radio hablan de todo y contra todos como si de todo supiesen cuando no saben de nada excepto de estafar al personal con su ignorancia y su superstición, recupero un texto del 21 de abril de 2003 en el que trato el asunto con más calma:

Superstición y escepticismo

Los humanos somos increíbles captando regularidades. Como explica Gell-Mann en The Quark and the Jaguar, los sistemas adaptativos complejos (por ejemplo, los seres humanos) identifican regularidades en los datos que reciben y los comprimen en esquemas. Como todo proceso, puede realizarse erróneamente, bien confundiendo regularidad con azar o lo contrario. Por ello es lógico pensar que los sistemas adaptativos complejos hayan evolucionado hacia una situación de equilibrio en la que el reconocimiento correcto de regularidades se vea acompañado por las dos clases de errores. Podemos identificar estos dos errores con la superstición y el escepticismo.

El escepticismo generalizado es tremendamente pernicioso, pues imposibilita el aprendizaje al convertir el mundo en un caos incomprensible en el que nada podemos prever, ni perjuicios ni beneficios. Y la superstición no es mejor, pues nos lleva a ver reglas donde no las hay, a condicionar nuestro comportamiento según unas previsiones que sencillamente no se van a cumplir.

El típico comportamiento escéptico es el de aquel que para negar un fenómeno dice aquello de “no veo cómo puede ser eso posible”. Que la imaginación o los conocimientos de uno tengan sus limitaciones no es siempre un pecado. El mal está en confundir nuestra carencia con la imposibilidad real del fenómeno. Vamos, que porque uno sea incapaz de imaginar algo no por eso va a dejar de ser posible.

También caer en la superstición es más fácil de lo que parece. No se trata de que creamos que ver a un gato negro cruzarse en nuestro camino nos vaya a traer mala suerte: la sinrazón puede capturarnos más sutilmente. A todos nos ha ocurrido en alguna ocasión el siguiente y peculiar fenómeno: nunca hemos oído hablar de alguien hasta que un amigo nos lo menciona o hasta que oímos su nombre en una noticia llamativa. Entonces, como por arte de magia, nos encontremos con el dichoso personaje en todos los sitios: lo oímos en la radio, es citado en un libro, alguien le menciona, sale en la televisión... Nos sentimos perplejos, desconcertados, y empezamos a hablar de casualidad, la auténtica antesala de la superstición.

Pero todo tiene explicación: sencillamente nuestro cerebro, que constantemente está filtrando la información que captamos para eliminar aquello que no interesa y ahorrárselo al consciente, hasta ese momento nos había evitado todo lo referente a un personaje que nunca había llamado nuestra atención y que por tanto nos era absolutamente indiferente. A partir del instante en el que tomamos conciencia de su existencia la situación cambia radicalmente, el personaje pasa a ser importante y el cerebro empieza a comunicarnos cuanto recibe relacionado con la persona en cuestión por si fuese relevante.

Veamos otro ejemplo, ahora matemático: el número 31 es primo. Y el 331. Y el 3331. Al igual que lo son los números 33331, 333331, 3333331 y 33333331. La regla es obvia, ¿verdad? Pues puede parecer obvia, pero es falsa: el 333333331 no es primo.

Las casualidades existen. Pero no son productos de ninguna clase de agente extraño y misterioso. Sencillamente, nuestro cerebro selecciona de entre la plétora de fenómenos que observa a su alrededor aquellos que presentan regularidades. Podemos ver aparecer en una pantalla miles de números sin inmutarnos, pero no podremos evitar incorporarnos cuando aparezcan cinco seises seguidos. A lo largo del día captamos una cantidad inimaginable de sucesos sin prestarles la más mínima atención. Pero cuando dos sucesos parecen relacionados todas las alarmas empiezan a sonar y nuestra atención se focaliza en ellos y empieza a buscar desesperadamente las causas de aquella conexión. Es un mecanismo útil, tremendamente eficiente, y una de las máximas habilidades de los seres humanos. Pero, como todo, tiene su lado oscuro, que aparece cuando al no encontrar causas naturales a lo observado invocamos causas sobrenaturales.

La ciencia se mueve precisamente en la difícil frontera entre el escepticismo y la superstición, siempre intentando distinguir la casualidad de la regla pero procurando al tiempo no perder tampoco regularidad alguna por un exceso de escepticismo. De hecho, en multitud de ocasiones ha caído en uno u otro error, aunque su carácter colectivo ayuda a superarlos, pues siempre hay alguien que llena los huecos dejados por un investigador demasiado tímido o alguien que crítica y limita los excesos de otro demasiado optimista.

No hay recetas para evitarnos los tropiezos, pero sí actitudes que nos pueden ayudar: una de ellas es evitar los dogmas. Otra, ser despiadadamente crítico con las ideas, especialmente con las propias. Una tercera es aprender todo lo posible.

Se puede pensar que superstición y escepticismo son errores del mismo calibre, pero yo pienso, quizá influido por la edad, que no. Desde luego es malo ser escéptico, pero peor es ser supersticioso, porque los primeros suelen ir por libre, mientras que los segundos se juntan, forman iglesias e intentan venderte cosas.

sábado, 3 de julio de 2010

¿Inconmensurable?

El filósofo Thomas Khun defendió a lo lago de su obra la idea de que la ciencia se desarrollaba de dos maneras completamente distintas. Una es la ciencia normal, aquella que se hace de modo habitual en los centros de investigación y que va aportando, día a día, pequeños o grandes avances que completan o enriquecen el sistema. Y luego están las revoluciones científicas, que consisten en cambios radicales ya no solo en las teorías, sino en los conceptos y objetivos científicos, cambios tan drásticos que implican una nueva forma de entender la disciplina.

Una revolución científica fue la que se produjo cuando se pasó de la ciencia aristotélica a la mecánica newtoniana. Otra, la que nos llevó de las leyes de Newton a la relatividad de Einstein. A cada una de estas formas de interpretar la ciencia Khun las llamó paradigma, de modo que, para él, las revoluciones científicas comportan un cambio de paradigma.

El punto más polémico de su teoría reside en su afirmación de que los distintos paradigmas son inconmensurables, es decir, que no pueden ser comparados por tener conceptos y objetivos distintos. Para entendernos: la ciencia de Galileo y Newton no es mejor que la de Aristóteles. Son, simplemente, distintas.

Es de entender que Khun se convirtiese en el referente filosófico de los amantes del relativismo cultural y de los defensores de la diversidad. La idea de los paradigmas inconmensurables era la coartada perfecta para huir de toda comparación que clasificase a las teorías en mejores y peores. Haciendo suya la afirmación de que toda comparación es odiosa, veían en todo intento de clasificación una forma de totalitarismo, de imposición. Fue tan fructífera está idea que se llevó más allá de las teorías científicas y alcanzó a las corrientes artísticas, a las culturas antropológicas, a los sistemas políticos. Así, comparar la ciencia de los bosquimanos con la de los europeos, o la música de Bach con la de The Beatles es un sin sentido porque, sencillamente, corresponden a paradigmas distintos.

Por el tonillo que utilizo supongo que está claro que no soy seguidor del señor Khun. Aunque de su separación entre ciencia normal y ciencia revolucionaria se puede salvar algo, la falta de precisión de sus tesis las hace tremendamente ambiguas. Sin embargo, no es esto lo que me interesa discutir ahora, sino la cosa de las comparaciones.

A este respecto, no solo pienso que se puede comparar todo, sino que hay que compararlo todo. Ahora bien: antes de hacerlo, hay que precisar bien el cómo y el para qué.

El cómo consiste en precisar los criterios de clasificación. Dos sistemas pueden compararse de infinitas maneras y dar resultados distintos atendiendo a unos u otros de sus aspectos. Por ejemplo: ¿qué país es mejor, Francia o los USA? Si miramos el PIB per capita, veremos que los USA están muy por encima de Francia. Sin embargo, si miramos la tasa de mortalidad infantil, veremos que la de Francia es casi la mitad de norteamericana (obtengo mis datos de la CIA: indexmundi).

Más comparaciones: no seré yo quien afirme que el modelo occidental da mayor felicidad a sus habitantes que la que cultura masái da a sus partícipes: en occidente estamos casi todos locos, mientras que me da que la vida masái debe ser de todo menos estresante (al menos antes de que convirtiésemos África en un avispero en guerra). Sin embargo, esto que así, sin profundizar, pudo ser verdad, cambia radicalmente si nos fijamos en el hecho de que entre las costumbres masáis está la ablación de clítoris.

La otra cuestión que he mencionado respecto de las comparaciones es el para qué. Lo mal de las comparaciones, lo odioso, es que establece un ranking que objetiva las diferencias y que parece reflejar la superioridad de unos sobre otros. Esta “superioridad objetiva” se utiliza con frecuencia para justificar la imposición de determinados modelos. Vuelvo al ejemplo del PIB. Si miramos la lista de los países con mayor PIB y quitamos a los muy pequeñitos y a los productores de petróleo, la primera posición la ocupan los USA, lo que viene a demostrar que su modelo es magnífico a la hora de producir riqueza. Esto es utilizado, es un ejemplo, por la derecha española para presentárnoslos como el modelo a seguir; o por el mismo gobierno norteamericano, es otro ejemplo, para presentarse a sí mismo como paladín de la libertad y la democracia, cuando sabemos que no es así

Ni todo vale ni todo es igual. Ningún relativismo cultural puede justificar que se mutile a la mitad de la población. Ninguna lista de resultados económicos puede justificar imponer modelos basados en la desigualdad y la guerra. No tiene sentido caer en la simpleza de clasificar el mundo en función de índices numéricos ni alimentar el orgullo patrio enseñando tablas en las que se aparece primero. Los humanos somos seres complejos, y nuestros objetivos lo son en la misma medida.

Concluyo: comparar teorías, sistemas, culturas, lo que sea, es apasionante y enriquecedor, siempre y cuando se le dedique el mismo o más empeño al análisis de los criterios de comparación que a la propia clasificación, y siempre que el objetivo sea aprender y ampliar los márgenes de libertad, y no justificar los propios desmanes.

Casi na.

lunes, 28 de junio de 2010

EL mundial

Ya he leído u oído a varias personas decir que quieren que gane España el mundial de fútbol porque sería muy bueno para levantar el ánimo de la población en estos momentos de crisis y de falta de confianza que atravesamos. Algunos llegan, incluso, a tachar de antipatriota no apoyar a la selección.

Yo, sintiéndolo mucho, quiero que la selección española pierda. Tengo dos motivos.

Uno, que me caen demasiado bien los argentinos y los alemanes, por poner dos ejemplos, para desearles que, como consecuencia de la derrota, se vean sumidos en una profunda depresión anímica y una aún mayor depresión económica (depresión que, por otra parte, nos acabaría arrastrando a nosotros en el marco de esta economía globalizada que sufrimos).

El otro es que no quiero que los españoles, como consecuencia del efecto balsámico de la victoria, no se den cuenta de que nos están bajando los sueldos, subiendo los impuestos, bajando las pensiones, alargando la edad de jubilación, abaratando el despido y, en general, desmotando el Estado y con él la sanidad y la educación públicas.

Pienso, sinceramente, que lo que hace falta ahora mismo es gente cabreada, gente asqueada, gente dolorosamente consciente del momento por el que estamos pasando, y no hinchas narcotizados por “haber ganado”.

Ahora que lo pienso, no quiero que pierda la selección español: quiero que suspendan el mundial.

sábado, 19 de junio de 2010

Vanidad

Le están haciendo una entrevista de trabajo a un tipo.

- Bueno, su currículo es sorprendente. Aquí pone que usted habla 20 idiomas, primero inglés.

- Sí, claro, fui a un colegio bilingüe...

- Y también domina el francés.

- Sí es que mi madre es francesa...

- Y habla perfectamente alemán.

- Sí, es que mi padre nació en Munich...

- Y también conoce el italiano...

- Bueno, es que tuve una novia que vivía en Roma...

- Y también el portugués.

- Bueno, es que en mi anterior trabajo me destacaron a Lisboa.

- Muy bien, muy bien, queda usted contratado. Solo una curiosidad. Conociendo tantas lenguas diferentes... Usted, ¿en qué piensa?


- ¿Yo? En follar, como todo el mundo.

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Los dos instintos básicos son la supervivencia y el sexo. Para sobrevivir los humanos disponemos de una inteligencia que nos permite adaptarnos a cualquier medio y aprender a una velocidad mucho mayor que la cansina evolución. Para procurarnos sexo hemos llevado las artes de la vanidad hasta límites insospechados. Pocas industrias mueven más dinero en el mundo que las relacionadas directamente con la vanidad, como son las cosméticas, la del automóvil, la de la moda, las dietéticas...

En esta carrera armamentista que es la guerra por el sexo, los pavos reales se han hecho con una cola tan espectacular como molesta, mientras que nosotros hemos desarrollado toda una forma de vida basada en el más puro espectáculo. Desde la moda hasta las casas, pasando por los aparatos electrónicos, los gimnasios, o el colegio de los niños, todo sirve para generar una imagen que vender a los demás. De hecho, nos hemos obsesionado tanto con halagar nuestra propia vanidad que a veces se convierte en un fin en sí misma y nos conformamos con su mero ejercicio.

Con frecuencia es difícil saber cuánto hay de vanidad en nuestros actos y cuánto de las presuntas causas, aunque en otras muchas ocasiones es bien fácil: basta con hacerse la pregunta y echar cuentas. Puede ser que unos zapatos rojos de tacón alto sean monísimos, pero el sacrificio que supone ponérselos (y a veces pagarlos) no parece estar justificado. Es verdad que el automóvil es un medio de transporte. Pero es sospechoso que tan poca gente se dé cuenta de que su coste, en dinero y en tiempo, lo hacen completamente ineficiente.

Es patético observar como el personal no utiliza el dinero, cuando lo tiene, para ser feliz, sino para fardar, para construir un escenario en el cual aparecer como protagonista de una historia de éxito. Tener dinero, ser alguien, triunfar, todo eso, ¿para qué? Para follar, se podría contestar, pero a veces ni siquiera para eso...

En fin, a lo que voy es que en el mundo este en el que vivimos pocos tienen claros los objetivos y se sacrifican enormes cantidades de recursos materiales e intelectuales para lograr una imagen, un estatus público cuya finalidad original, el sexo, muchas veces ha desaparecido de escena, entre otras cosas porque los sacrificios son a veces tan grandes que el solo sexo no podría justificarlos.

Entonces, ¿tenemos que luchar contra la vanidad? No, para nada: la vanidad es estimulante, muy estimulante, y un motor para hacer cosas. Difícilmente se investigaría, se pensaría o se crearía nada si la vanidad no estuviese por ahí azuzándonos para no dejarnos llevar por la vagancia. Pero lo que no tiene sentido es gastar la vida en montar un escaparate; en luchar unos con otros por conseguir más cuando todos viviríamos estupendamente con menos; en luchar desesperadamente por ganar, aunque sea al futbolín.

domingo, 13 de junio de 2010

Allá donde residen los conceptos abstractos

Durante mucho tiempo, los conceptos abstractos fueron para mí un problema, porque, por un lado, creía en su existencia pero, por otro lado, no sabía cómo manejarlos, cómo entender su existencia. La solución platónica, adjudicarles un mundo donde morar independiente, inmaterial, me parecía pura fantasía, puro mito. Sin embargo, si los conceptos abstractos no existen por sí mismos, ¿dónde están?, ¿de qué son parásitos?

Un buen día leí en algún sitio (no lo puedo recordar, es horroroso, apostaría porque fue en algún libro de Russell, pero no lo puedo asegurar) que todo lo que existe, existe en algún sitio. Estoy seguro que para muchos será una perogrullada, y que para otros será la negación de todas sus creencias, pero para mi fue uno de esos pensamientos que aclaran montones de ideas confusas y parecen organizarlo todo de pronto con su mera presencia. ¡Pues claro!, si algo existe, debe estar en algún sitio.

Por ejemplo: el gato. No me refiero al de Cheshire, ni uno blanquinegro que tuve de crío, ni al gato egipcio del que hablaba el otro día, ni a los que viven de los roedores del Jardín Botánico de Madrid. Me refiero al concepto de gato, a la idea abstracta de gato. ¿Dónde está? Pues es bien sencillo: en mi cabeza. El concepto gato es una determinada configuración neuronal de mi cerebro que abarca, de uno modo entre extensional e intensional, los límites del conjunto de cosas del mundo a las que yo puedo, sin forzar mucho la analogía, llamar gato.

¿Y solo está en mi cabeza? No, claro que no. No conozco con precisión la extensión geográfica de la especie gatuna, pero sé que hay miles de millones de cerebros con una configuración neuronal dedicada a contener conceptos más o menos parecidos al mío de gato.

¿Solo parecidos? Sí, solo parecidos, porque el concepto de gato que tenemos cada uno depende de nuestra experiencia personal. Ya comenté que yo difícilmente llamaría gato a un gato egipcio, como me imagino que muchos tendrían problemas en llamar gato a un plumoso gato de Angora. Y luego están los gatos salvajes, y los linces, y yo qué sé cuántas especies y variedades de gatos que son gatos según quien los mire.

Sin embargo, la comunicación es posible. ¿Por qué? Pues porque los conceptos de gato suelen solaparse. No completamente, no precisamente, pero sí en buena parte. Gracias a eso, la mayor parte del tiempo, cuado alguien dice que ha visto un gato o que tiene un gato o que le ha arañado un gato, los demás le entienden, porque todos disponemos de una imagen de gato que cuadra bastante bien con lo que nos quieren contar. Sin embargo, si viajamos a países lejanos, quizá nuestros conceptos no se solapen lo suficiente con los de allá como para entendernos, lo cual puede provocar que, al escuchar “viene un gato”, no salgamos corriendo lo suficientemente rápido como para escapar de las garras del león.

La cosa es, ¿todos esos conceptos de gato, no tienen un referente real? Sí y no. Para verlo podemos echar mano de la definición clásica de especie, basada en la capacidad de cruzamiento, o de la genética, para ver si a todo aquello a lo que llamamos gato comparte un mismo genoma. La cosa merece la pena estudiarla sincrónica y diacrónicamente.

Sincrónicamente descubriríamos que las especies no tiene unas fronteras tan perfiladas como solemos pensar. Por un lado hay variedades tan distintas entre sí que cuesta reconocerlas como de la misma especie. Por otro, hay variedades que, habiendo iniciado el camino de la especiación, aún comparten lo suficiente como para poder cruzarse (perros y lobos, por ejemplo). Un experto distinguiría un lobo amaestrado de un perro, pero yo no. Recuerdo una vez, en un pueblo de Soria, que entré en un bar. Me acerco hasta la barra y pido unos vinos. Al mirar a mi derecha veo un bicho descomunal, tres veces más grande que un gato “normal”. Me asusté, por qué negarlo. Me tomé el vino, más que nada para mantener la compostura, y pregunté que qué era aquello. El lugareño que atendía tras la barra me miro extrañado y me contesto: “el gato”.

Diacrónicamente, la cosa es aún más interesante. Las especies, con el tiempo, y como consecuencia de la selección natural, van cambiando, modificándose. Los gatos domésticos de hoy no han existido siempre. Proceden de otros bichos que no eran gatos. La cosa es que entre los bichos que no eran gatos y los que sí son gatos no hay saltos bruscos, sino todo un continuo, toda una secuencia de animales que, de modo imperceptible, fueron pasando de una especie que no era gato a otra especie que sí era gato. La cosa es: ¿dónde ponemos la frontera? ¿A qué le llamamos gato y a qué no? Estamos demasiado acostumbrados a que el registro fósil nos ofrezca, en su mezquindad, ejemplos demasiado distantes de los bichos. Pero si dispusiésemos de toda la gama, nos encontraríamos con miles de esqueletos que, de modo imperceptible y con una lentitud exasperante, se irían pareciendo al de un gato. Así las cosas, ¿cuándo los gatos empezaron a ser gatos?

De todo lo dicho se pueden sacar las siguientes conclusiones:

1. Las ideas abstractas residen en los cerebros humanos (aunque sean tan reales como la idea de gato).

2. Su origen es experiencial, pues cada idea es producto de la experiencia personal de alguien. Por eso, la extensión de las ideas abstractas es distinta en cada mente, salvo que se llegue a un acuerdo explícito (a través de definiciones, por ejemplo).

3. La relación entre las ideas abstractas y la realidad es aproximada y polémica. Aproximada porque la experiencia de cada uno es limitada. Y polémica porque las ideas abstractas imponen una discretización del mundo y, con ella, la imposición de unos bordes precisos a lo que en realidad no tiene bordes, ni sincrónica ni diacrónicamente.

4. El lenguaje, en el caso de que el solapamiento sea suficiente, permite la comunicación. Pero cuando el solapamiento es escaso, genera confusión.

Odio discutir sobre el significado de las palabras. Me encanta hablar sobre el significado de las palabras, y su etimología, y hacer comparaciones con lo poquito que sé de otras lenguas. Pero discutir sobre el significado de las palabras me parece ridículo. Lo importante no es decidir si un bicho de 200 kilos, abundante melena y pelo rubio es un gato o no. Lo importante es, en el supuesto de que el bicho tenga hambre, estar lo suficientemente lejos.

miércoles, 9 de junio de 2010

Existencias

Todo aquello de lo que se puede hablar existe, porque si no no podríamos hablar de ello.

Pero no todas las cosas existen de la misma manera.

Buena parte de los problemas de la filosofía, y casi todas las guerras, surgen de no entender correctamente la diferencia entre las distintas formas que tienen las cosas de existir.

Los nombres son hechizos que nos hacen creer en las cosas que nombran. Por eso tantas mitologías identifican el acto de crear con el acto de nombrar.

Algunos piensan por ello que estamos condenados a vivir hechizados, pero yo no lo creo. Podemos ir más allá de las palabras, podemos pensar en el mundo que a veces nos esconden.

Posiblemente todos nuestros conceptos sean ficticios, aunque unos más que otros. La idea de unicornio solo existe en nuestra imaginación y sus productos. La idea de gato también, aunque algo de la realidad debe contener esa idea cuando lo que percibimos como gato suele huir ante lo que percibimos como perro. Estas regularidades son las que nos hacen creer en la realidad de nuestras ideas.

Los conceptos residen en las mentes. Y, por lo general, tienen bordes brumosos. Además, la extensión de cada concepto en las distintas mentes no tiene por qué coincidir. De hecho, no lo hace. En la zona que comparten las extensiones de los conceptos de dos mentes, el acuerdo es inmediato y el hechizo del lenguaje se refuerza. Ante un gato domestico casi todos estaremos de acuerdo en que es un gato. Pero ante uno de esos huesudos gatos egipcios el acuerdo será problemático. Yo nunca diría que es un gato... salvo que un genetista me lo demostrase.

La ciencia ayuda a reducir la carga subjetiva y supersticiosa de nuestros conceptos enfocándolos, afinando sus bordes y encastrándolos en sistemas coherentes. El objetivo es que nuestras ficciones sean más útiles. Qué significa ser útil depende de cada uno.

No existen de la misma manera los gatos y los unicornios. Tampoco Ana Karenina y Scarlett Johansson, aunque para mí, a todo los efectos, son seres igual de ficcionales. No existen de la misma manera una pesa de un kilo, el concepto de kilo del sistema métrico decimal o la secuencia de signos “1 kg”, como no existen de la misma manera mi yo, los cuerpos, el monte Everest, las olas, el número cinco, Europa, el arco iris, Saturno, los átomos, el amor, la belleza o el mal.

Hay conceptos que poseemos intuitivamente. Hay otros que inventamos a partir del lenguaje, jugando con las palabras, creando definiciones. El concepto de número imaginario no es intuitivo. Sin embargo, lo definimos, lo ponemos a prueba, y funciona. El concepto de dinero no es natural. Sin embargo, lo inventamos, y se adueña del mundo.

Sea un esfericubo una ‘esfera cúbica’. ¿Existen los esfericubos? No, claro que no. No es suficiente tener una definición para existir. La definición de unicornio nos permite imaginarlos, y hasta pintarlos: los podemos imaginar. Pero la de esfericubo no nos permite nada, es un sinsentido, la forma más baja de existencia.

¿Y el dios de la Biblia? Un esfericubo. ¿Y el infinito matemático? No lo sé. Podría serlo.



viernes, 4 de junio de 2010

Finito

No creo en el infinito. No creo que exista en ningún sentido fuerte.

Esta negación, aplicada al mundo, no hace más que recoger lo que dice la física contemporánea: ni el espacio ni el tiempo son infinitos. Tampoco son infinitamente divisibles. A gran escala el universo se curva y se cierra sobre sí mismo. En las pequeñas, todo se convierte en espuma.

Es verdad que hay especulaciones cosmológicas que hablan de universos nacidos de universos en una secuencia sin fin. Pero estas especulaciones, tan alejadas de la corroboración empírica que rayan en lo metafísico, hablan en cualquier caso de universos tan ajenos entre sí que toda influencia causal entre ellos es imposible. En este sentido, postular su existencia no es muy distinto que postular que vivimos sumergidos en una burbuja de aparente orden en medio de un completo caos.

Tampoco creo en el infinito matemático. Esto no quiere decir que no me fascinen las “terribles dinastías” de números transfinitos que creara Cantor, o que no aprecie la genialidad del cálculo infinitesimal. Lo que quiero decir es que el infinito matemático me parece una ficción más ficción que otras ficciones matemáticas.

Me explico: de entre las variadas formas de entender la matemática, aquella con la que más me identifico es con el ficcionalismo. Según este punto de vista de la filosofía matemática, los objetos matemáticos son ficciones, como lo son Ana Karenina o los unicornios, y su utilidad en las ciencias físicas tiene mucho que ver con la capacidad explicativa de la novela de Tolstoi respecto de la psicología humana. Nada en la novela es real, se trata de una ficción. Sin embargo, nos permite comprender aspectos del comportamiento humano. Así es la matemática: algunas de sus teorías, adecuadamente adobadas con interpretaciones físicas, funcionan experimentalmente. Genial. Otras, como las malas novelas, no nos dicen nada de nada.

Ana Karenina es tan ficcional como los unicornios. Pero, mientras que al leer sobre la primera nos parece estar viendo la vida, las aventuras de los unicornios tan solo nos dan placer. Ana Karenina no existió, pero lo parece. Los unicornios, por su parte, nunca han existido, salvo en nuestra imaginación.

Los números naturales, pongamos del 1 al 10000000000, son ficciones: no hay números por ahí pegados a las cosas como etiquetas. Sin embargo, convenientemente interpretados, los números nos ayudan a manejarnos con una realidad abarrotado de colectividades. Al infinito hay que reconocerle su utilidad en el cálculo. Sin embargo, también nos da una idea equivocada del mundo y sus entidades y nos sumerge en paradojas, en extraños reinos donde todo es posible, incluido imaginar una lista infinita con todas las afirmaciones sobre la aritmética en la que, sin embargo, faltan algunas.

Ana Karenina es una ficción, sí, pero más lo es el unicornio. Pues eso pienso del infinito respecto de otras ficciones matemáticas.

Termino con una reflexión lingüística: el infinito es, como muchos otros conceptos del estilo, un gigante con pies de barro, porque no surge por un proceso de abstracción, sino de negación. No es a base de ver montones de entidades infinitas como llegamos a la conclusión de que existe algo así como la infinitud, sino que es a partir del concepto de finitud como llegamos, por negación, a lo infinito. No tenemos referentes, nada lo sugiere, solo ese salto mortal que es negar un concepto. Hasta el unicornio tiene más sentido: a fin de cuentas, al imaginar un caballito con cuerno de narval y barbas de chivo no estamos negando nada.


domingo, 30 de mayo de 2010

ATTAC

Almazul nos propone esta entrevista a Carlos Martínez, presidente de ATTAC España. No tiene desperdicio.

domingo, 23 de mayo de 2010

¿Infinito?

Una de las pruebas clásicas de que hay infinitos números naturales se basa en el método de reducción al absurdo: suponemos lo contrario de lo que queremos demostrar, realizamos una serie de pasos lógicos y llegamos a una contradicción, a algo falso. El razonamiento ahora dice: si todos los pasos que dimos eran correctos y la conclusión resulta falsa, es que el error tiene que estar al principio, es decir, en la suposición.

Supongamos que existe un número que es el mayor de todos. Llamémosle z. Sumémosle 1: tendremos entonces un nuevo número, z+1 que es, obviamente, mayor que z. Pero z era el mayor posible. Como esto es una contradicción, la suposición es falsa y, por tanto, no existe el mayor número de todos.

Así que existen infinitos números, solemos concluir. Pero, ¿en qué sentido existen?

Pensemos, por ejemplo, en los números que hemos usado, de una manera o de otra, los humanos a lo largo de la historia. Y añadámosles todos los que vamos a usar, de una manera o de otra, los humanos hasta el momento en el que el sol agote su combustible nuclear. ¿Cuántos son? Pues sí, son muchos, una cantidad enorme, pero finita. Pensemos en el momento del futuro que pensemos, la cantidad de humanos que habrán vivido sobre la Tierra será finita. También son finitos nuestros pensamientos. Y, por tanto, los números que pensamos y pensaremos.

Siendo así: ¿qué significa que los números son infinitos?

Si volvemos a la demostración, lo que en realidad se ve es que, dado un número, siempre podemos construir otro mayor. Si nos ponemos todos manos a la obra y aplicamos el procedimiento a cada número conocido, obtendremos una cantidad inmensa de números, pero finita, porque nosotros, humanos, solo podemos realizar en nuestra vida una cantidad finita de operaciones.

Es decir: la demostración no asegura que existan realmente infinitos números, sino que la cantidad de números de los que disponemos no tiene fin, es infinita.

Aristóteles estableció una diferencia entre dos tipos de existencia: actual y potencial. Un árbol existe potencialmente en la semilla. No hay ni raíces, ni tronco, ni hojas. No hay árbol, pero puede haberlo. Si la semilla germina y el árbol se desarrolla, entonces decimos que existe actualmente.

En este sentido aristotélico, tendríamos que existen infinitos números potencialmente, pero no actualmente. Desde luego, la distinción es interesante, pero la expresión es terriblemente peligrosa, porque al decir que algo existe potencialmente estamos diciendo, entre otras cosas, que ahora, en este momento, no existe, lo cual es, cuando menos, confuso: existe potencialmente, es decir, no existe, aunque podría existir...

Vayamos un poco más allá. ¿Realmente tiene la infinidad numérica una existencia potencial? Si volvemos a la demostración, la construcción propuesta nos asegura un método para obtener siempre un número más, pero no infinitos números, a no ser que apliquemos el método infinitas veces.

La cosa parece clara: podríamos construir infinitos números si dispusiésemos de algo, gente, ordenadores, tiempo, en cantidad infinita, pero esto es, de alguna manera, volver al punto de partida, pero con el problema hipertrofiado: ¿hay algo en el universo en cantidad infinita? La física parece decir que no, pues nos habla de un universo discreto y acotado en extensión, aunque lo que desconocemos del tejido del cosmos es tanto que aún no podemos asegurar nada.

Así las cosas, y desde este punto de vista constructivo que he adoptado, la existencia actual de infinitos números depende de que el universo sea realmente infinito en algún sentido. Por su parte, la existencia potencial de infinitos números exige la existencia potencial de un universo infinito, lo cual genera la pregunta de si un universo así es lógicamente posible.

Alguien podría negar la mayor, oponerse a mi forma de ver las cosas y decir que no hace falta construir los números para que existan, porque los números existen con independencia de nuestros pensamientos. Si es así, me encantaría saber en qué consiste esa existencia independiente.

Nota: la reflexión anterior no es matemática, sino ontológica. En matemáticas se suele introducir el infinito como axioma dentro de la teoría de conjuntos, lo cual zanja rápidamente el asunto. Eso sí: es aceptar dicho axioma y llenarse todo de paradojas, teoremas de incompletitud y hermosas discusiones sobre el axioma de elección.

miércoles, 19 de mayo de 2010

Burocracia

Después de unos días de hablar de macroeconomía y de otros grandes temas, os voy a contar una cosa doméstica. No pretendo hacer con ello crítica concreta de las instituciones implicadas, sino dar un ejemplo de la gilipollez humana.

El domingo, a últimas horas de la noche, me caí por unas escaleras. La cosa no fue terrible, porque no me caí arriba, en los primeros escalones, sino justo en el penúltimo peldaño, ese que, a veces, no se ve. Sea porque el lugar era un antro heavy donde mi hermano daba uno de sus conciertos, sea porque yo, a esas horas, suelo estar en la cama, la cosa es que pisé en vacío y, a resultas de la caída, me hice un doble esguince de tobillo y muñeca.

Hasta aquí no hay mayor problema: tener el primer esguince (en realidad, los dos primeros esguinces) a los 48 no es para quejarse. Los problemas viene cuando tengo que darles cuentas a los amos.

1. En urgencias, cuando pregunto que para cuánto tiempo tengo, me dicen que solo me pueden dar 72 horas, pero que luego mi médico me dará más. Cuando insisto en que me den una estimación, aunque sea extraoficial y aproximada, me contestan: “yo solo puedo darte 72 horas”.

2. Al día siguiente pido hora, telefónicamente, para mi médico de cabecera: “puede ser ahora, por la mañana”. Ya, pero es que, por la mañana, no me puede llevar nadie. “Pues por la tarde tiene que ser mañana”. Sea mañana por la tarde.

3. Al día siguiente, por la tarde, mi médico de cabecera me firma una baja por cinco días. “¿Trabaja el sábado? Pues no. Pues con esto le vale hasta el lunes. Pues gracias”, le digo.

4. Llamo al instituto para preguntar que cuándo tengo que presentar la baja. La contestación me deja perplejo: antes de cuatro días desde el accidente, y en las oficinas de personal. La cosa es que, en ese momento, en esos cuatro días, yo seguiré inválido y, además, las oficinas de personal están a tomar por saco. Pues que la lleve alguien de tu familia, me dicen. Es decir, que no solo yo voy a faltar al trabajo, sino también alguien de mi familia.

5. ¿Y si soy un tipo solitario? ¿Y si no me sale de los cojones tener relaciones sociales? ¿Y si nadie está dispuesto a falta a sus obligaciones por llevarme a mi la baja?

6. Mi amiga Ch, a cambio de unos cubatas, accede a llevarme la baja. Mientras nos tomamos los cubatas, me dice: “¿y el alta?”. ¿Cómo que el alta? “Pues eso, que quién te va a llevar el alta”.

7. Me pongo en contacto con mis jefas del instituto y me dicen que, efectivamente, tengo que tener el alta para poder incorporarme al trabajo. Es decir, que tengo que conseguir un alta médica antes de ir a trabajar. Dicho de otra manera: primero tengo que estar bien, luego conseguir hora con el médico, luego que me firme el alta y, después, incorporarme al trabajo.

8. Total: que, o voy enfermo a pedir el alta, o voy sano y entonces me paso un día o dos de más tocándome los cojones, con perdón.

No sufro. Los esguinces, ahora lo sé, son de esas enfermedades que te imposibilitan para el trabajo, especialmente el de pizarra, pero que no te impiden pensar, ni leer, ni escribir, ni mirar, ni casi nada, exceptuando jugar al fútbol (los de tobillo) y tocar el piano (los de muñeca). Por otra parte, sin embargo, son enfermedades que te obligan a pedirle favores a todas tus amistades, que multiplican por dos las horas improductivas, y que ponen en jaque al sistema burocrático.

Me jode, la verdad, porque hace un día bonito y me gustaría estar por ahí andorreando. Sin embargo, la verdad es que la vista desde mi terraza es, tras un día de no hacer nada, bastante agradable, y están tan bonitos mis cactus...

sábado, 15 de mayo de 2010

Lo individual, lo colectivo y el dilema del prisionero

Vivir el par individual-colectivo como una oposición es una de las dificultades a las que se enfrenta la mente humana. En las sociedades de cazadores-recolectores esto no es un problema: está claro cómo hay que ser y a qué grupo se pertenece: ambas cosas en realidad son una y la misma. Pero con la sofisticación de las estructuras sociales los papeles a interpretar se multiplican y las fronteras de la tribu pierden nitidez: el nivel cultural, la clase social, la ideología, el género, la religión, la raza, la geografía, la historia, todo ello ofrece innumerables combinaciones con las que sentirse más o menos identificado. De hecho, a veces son tantas las alternativas que el individuo se ve desbordado e, incapaz de elegir, se queda en eso, en individuo.

Desde un punto de vista genético somos, a la vez, egoístas y altruistas. Esto no es un problema cuando los intereses propios coinciden plenamente con los de la colectividad a la que se pertenece. Pero en las sociedades hipertrofiadas no es inmediato identificar ese colectivo.

El dilema del prisionero esquematiza el problema: dos presuntos ladrones son detenidos por la policía. Cada uno de ellos porta un arma ilegal, por lo que deberían pasar seis meses en la cárcel, que se convierten en quince meses por el robo cometido. Sin embargo, la policía no tiene pruebas de esto último. Por eso se les ofrece a cada uno de ellos, por separado y si que puedan comunicarse entre sí, el siguiente trato: “si denuncias a tu compañero, tú quedas libre, siempre y cuando él no te denuncie también a ti, en cuyo caso, por haber colaborado, te rebajaríamos la pena a un año”.

Ahora nos ponemos en el pellejo de uno de los presos, llamémosle A: “si B me delata, a mí me interesa delatarle, porque así, al menos, me reducen la condena. Y si no me delata, también me interesa delatarle, porque en tal caso salgo libre”.

La conclusión es obvia: la estrategia más interesante para A es, en cualquier caso, delatar:

     Si B no le delata
             A delata: queda libre.
             A no delata: 6 meses de cárcel.
     Si B le delata
             A delata: 12 meses.
             A no delata: 15 meses.

El problema es que el compañero también pensará lo mismo, con lo cual, al delatarse mutuamente, pasaran cada uno un año en la cárcel, que es, sin embargo, y desde un punto de vista colectivo, la peor de las soluciones posibles:

     A no delata y B no delata: 6 meses + 6 meses = 12 meses
     A delata y B no delata: 0 meses + 15 meses = 15 meses
     A no delata y B delata: 15 meses + 0 meses = 15 meses
     A delata y B delata: 12 meses + 12 meses = 24 meses

¿Qué ocurre? ¿Falla la lógica? No, en realidad no. Ante una absoluta falta de información acerca de lo que va a hacer el otro, delatar supone, por término medio (0+12)/2 = 6 meses, mientras que no delatar da una media de (6+15)/2 = 10,5 meses de cárcel. Por lo tanto, desde un punto individual la opción de delatar es la correcta, aunque siga suponiendo la peor desde el punto de vista colectivo.

Pero arrieritos somos y en el camino nos encontraremos. En muchas ocasiones los actos tienen sus consecuencias en el futuro: cuando salgamos de la cárcel nos volveremos a encontrar con el compañero, lo cual posibilitará venganzas o acuerdos.

Y aquí está el quid de la cuestión: cuando podemos predecir las consecuencias y cuando le podemos poner cara al otro, tendemos a la colaboración, al punto de vista colectivo, que es el que minimiza el daño y optimiza los beneficios: a un compañero, o a un tipo peligroso, no se le delata. Pero cuando no podemos precisar las consecuencias, cuando el otro no tiene cara, nos comportaremos como el preso individualista que delata. Y lo hacemos cada vez que decimos “qué más da”, cada vez que defraudamos a hacienda, cada vez que arrojamos basura al mundo, cada vez que somos negligentes trabajando, o conduciendo, incluso opinando, cada vez que nos decimos: “¿de qué va a servir que yo cumpla con las reglas si nadie lo hace?” o “si no lo hago yo lo hará otro”.

No pretendo hacer de este texto un llamamiento a la buena ciudadanía. Que le jodan al mundo. Como funcionario que soy el gobierno me acaba de bajar el sueldo para resolver una crisis que han montado al alimón los especuladores financieros y las grandes constructoras. Que le jodan al mundo. ¿Por qué voy a molestarme en reciclar si resulta que las empresas encargadas del proceso “exportan” la basura y se la tiran a países pobres? Que le jodan al mundo. ¿Para qué me voy a esforzar en aumentar la inteligencia del mundo si otros tienen hijos como conejos y les educan como tales? Que le jodan al mundo. ¿Por qué me voy a molestar en elegir o dejar de elegir una opción política si la mayoría elige o deja de elegir con las tripas?

Que lo individual y lo colectivo estén en conflicto es un producto más de la ignorancia, de no ser capaces de ampliar el concepto de tribu a la humanidad al completo y de no entender el entramado que es el mundo en toda su complejidad.

Darwin ponía un bonito ejemplo: los gatos comen ratones; los ratones destrozan los panales de las abejas; las abejas polinizan ciertas plantas con flores. De todo ello se deduce que la cantidad de flores que hay en determinada comarca depende de la cantidad de gatos.

viernes, 14 de mayo de 2010

El mundo y la inteligencia

Acabo de leer The best american Science and Nature Writing 2009, entretenida y variada colección de artículos de divulgación (T., gracias por el regalo).

Los mejores me han parecido ¿Nos está haciendo Google estúpidos?, acerca de la incapacidad que parece ser estamos desarrollando para las lecturas largas por culpa de las nuevas tecnologías; El día antes del Génesis, sobre las teorías acerca de lo que pasó antes de que todo empezase; Darwin y el significado de las flores, en el que Oliver Sacks revela (al menos a mí) los descubrimiento botánicos de Darwin (entre otros, ¡que los insectos ayudan a la polinización de las plantas!); y Animálculos y otros pequeños sujetos, precioso artículo sobre los ecosistemas que podemos ver en una gota de agua y que me ha provocado una irrefrenable necesidad de comprarme un microscopio (aún conservo el que usaba de crío, pero en un estado completamente inoperativo).

Pero esto no es todo. Se habla, además, de un sistema informático capaz de escanear masivamente los documentos destruidos con máquinas y recomponerlos (lo están usando para recuperar documentos destruidos en la antigua Alemania del Este); de que la vida pudo empezar en el hielo, lo cual haría posible que esta hubiese aparecido también en otros lugares del sistema solar; de que el diez por ciento de la percepción se construye a partir de la información aportada por los sentidos, mientras que el otro noventa lo conjetura el cerebro; de que las quinientas explosiones atómicas de superficie realizadas en los años cincuenta y sesenta elevaron tanto la cantidad de carbono 14 de la atmósfera que se puede usar la diferencia para datar tejidos orgánicos; de que generamos burbujas económicas espontáneamente; de que algunos están convencidos de que nos acercamos a una singularidad tecnológica que significará un antes y un después en la historia humana, y más...

Fascinante mundo este. Y fascinante la inteligencia que lo desentraña. Lástima que tantas veces la usemos para joderlo.

lunes, 10 de mayo de 2010

Cuerpos de revolución

Cuando llega el tema de los cuerpos de revolución, siempre les pregunto a mis alumnos de secundaria por el significado de revolución. Lo único que les suele venir a la cabeza es el sentido político-sangriento del término y, en concreto, la Revolución Francesa. Yo aprovecho para echar unas risas comentando que la guillotina la inventó el Dr. Guillotin; para explicarles que de dicha revolución emanó el sistema métrico decimal; y para contarles que la palabra revolución tenía antiguamente un sentido ligado a giro, vuelta, o, más precisamente, re-vuelta, por lo que se utilizaba, y se utiliza, para referirse al “movimiento de un astro a lo largo de una órbita completa".

Este último uso es el que explica que Copérnico llamase a la obra en la que mostraba su sistema heliocéntrico De revolutionibus orbium coelestium ('de las revoluciones de las esferas celestes'). Fue tal el impacto de esta obra que, desde entonces, a cualquier “cambio rápido y profundo en cualquier cosa”, en especial “en las instituciones políticas económicas o sociales de una nación” se le llama revolución. Con esta historia suelen disfrutar.

El otro día, una vez más, les pregunto a mis alumnos el significado de revolución, y una vez más me hablan de la francesa. Cuando les pido que me den detalles acerca de lo que ocurrió en aquel entonces, un alumno me dice que el pueblo se levantó contra el gobierno. Al precisarles que no fue exactamente el pueblo, sino la burguesía la que se levantó contra la nobleza y la monarquía, se quedaron sorprendidos. Para aclararles un poco la cosa les expliqué que la burguesía disponía de riquezas, pero que el poder estaba en manos del rey. Entonces alguien dijo: ¡ah, como aquí!

Desgraciadamente, estas cosas ocurren con bastante frecuencia. Ocurre que mis alumnos piensan que el Rey es el que más manda y, por extensión, el que más dinero tiene. De hecho, cuando alguna vez les pregunto que quién creen que paga mi sueldo, siempre hay quien opina que el Rey.

Cuando les contesto que ni el Rey manda ni paga mi sueldo ni nada de nada, es verdad que se quedan pensando y que siempre acaban preguntando que, entonces, para qué sirve el Rey. Pero no es el tema republicano el que quiero tratar ahora, sino el desconocimiento general que existe, ya no solo entre los críos, sino entre la población en general, acerca de cómo funciona el sistema de gobierno del país en el que viven.

Muchos ignoran quién manda, insisto, no solo críos. Muchos ignoran que la democracia española es representativa y que al votar no se está eligiendo al presidente. Muchos no entienden en qué consiste el juego de controles y equilibrios que existe entre los tres poderes del Estado. La mayoría ni siquiera sabe qué es exactamente el Estado, pues lo confunden unos con el gobierno central, otros con las instituciones capitalinas y otros con toda clase de extraños entes abstractos.

Los motivos de este desconocimiento son varios. Está la incultura generalizada del español medio. Está la hipertrofia de la información, que lleva a la más completa falta de información. Están los intereses de los grupos mediáticos, más preocupados por ganar dinero con el fútbol que con la educación ciudadana. Y esta ese punto anarquista tan español que nos hace aburrirnos con la política y que tan bien le viene a los que detentan el poder real.

Y está, por supuesto, un sistema educativo que no consigue conectar con las mentes de sus víctimas.

Este mundo necesita una revolución. No sé si intelectual, ética o violenta, pero necesita una revolución, porque vamos de cabeza a la aniquilación. Pero las revoluciones son cosas de jóvenes, y no veo a los jóvenes por la labor. Cuando alguien se mete en mi presencia con la juventud siempre digo lo mismo: son mejores personas de lo que éramos nosotros. Y lo digo porque lo pienso. Pero también sé que su desconocimiento del sistema y de sus grietas es abismal, y para poder derribar algo hay que conocerlo. Entiendo que los viejos sistemas, las viejas alternativas, han defraudado a todo el mundo. Por eso pienso que alguien por ahí, alguien con la radicalidad y la inventiva de la juventud, debería estar pariendo algo nuevo. Me resisto a pensar que la alternativa izquierda/derecha haya acabado con todas las posibilidades, aunque también es cierto que las alternativas tardan en llegar.

Cuando veo los cuerpos de mis alumnos allí sentados en sus pupitres, pienso que deberían ser cuerpos de revolución. Pero me temo que no lo son. Y eso me entristece.

sábado, 1 de mayo de 2010

Rebeldía

Que la rebeldía sea parte esencial de uno mismo le convierte a uno en una contradicción andante, porque implica, entre otras cosas, rebelarse contra la misma realidad, y esto es trágico, porque es tarea abocada al fracaso.

Una cosa es rebelarse y crear un mundo propio, más o menos compartido con otros rebeldes, y otro asignarle el mismo grado de realidad que a la realidad real. Nos esforzamos por hacer de los mundos inventados algo intersubjetivo, y a ese esfuerzo le hemos llamado arte. La realidad real no necesita de esfuerzos para ser intersubjetiva, porque es dolorosamente intersubjetiva.

No rebelarse, sin embargo, disminuye, embrutece, corta las alas del pensamiento y hace del individuo una máquina instintiva, una lombriz. Incluso la propia realidad es inaccesible sin rebeldía, pues solo el rebelde encuentra los anti-intuitivos caminos que llevan a ella.

La capacidad narrativa nos permite crear mundos virtuales, jardines privados en los que pasear y hasta vivir. Pero la realidad es pertinaz, testaruda, y de una forma o de otra acaba invadiendo el jardín con bichejos y malas hierbas, cuando no arrasándolo con escavadoras.

La solución a la aporía no está en el punto medio, pues ese lo ocupan los locos, y no es agradable estar loco. La tercera vía en este caso es vivir las dos, asumir la contradicción entre lo real y lo otro, entre lo que es y lo que no es, o no ha sido, o tan solo pudo ser, y vivir.

PD: Sé que debería haberlo hecho al revés, pero será otro día cuando explique qué entiendo por realidad.

miércoles, 21 de abril de 2010

Hiyab

He oído decir que el velo que llevan sobre la cabeza algunas mujeres musulmanas es una señal de sumisión. Puede ser. Pero también lo son los tacones altos y a nadie se le ha ocurrido prohibirlos. O los velos de las monjas, ya puestos.

He oído decir que hemos quitado los signos religiosos de los centros de enseñanza pública. No es cierto: se han quitado los signos religiosos oficiales, pero a nadie se le dice que se quite el crucifijo que lleva sobre el pecho.

He oído decir que, por coherencia, si los chicos no pueden llevar gorra en clase, las chicas musulmanas no deben llevar pañuelo. Sí, eso es coherencia. Pero la coherencia no es un valor si no sirve para proteger algo más. Soy ateo, pero entiendo que no es lo mismo forzar una norma de buenas maneras que una religiosa. Además, es tan fácil cambiar el reglamento y decir: “se prohíben los sombreros y gorras en clase”. En el caso de que un niño tenga cáncer y se quede calvo por la radioterapia, ¿van a obligarle a quitarse el pañuelo “por coherencia”?

He oído decir que los centros educativos públicos en España son laicos. Si es así, ¿por qué se sigue impartiendo religión?

He oído decir que hay que poner límites en algún sitio. Estoy de acuerdo. El burka, por ejemplo, que impide reconocer y relacionarte con la persona. O la ablación de clítoris, que es una agresión física e irreversible. Pero, poner el límite en un pañuelo que se lleva en la cabeza... ¿no es desproporcionado?

He oído decir que la comunidad de Madrid siempre apoyará la libertad de los centros educativos. ¿Quiere decir esto que si el consejo escolar decide no aceptar a los gitanos le apoyarán?

Soy ateo y considero a las religiones, en especial a las monoteístas, un atajo de supersticiones. Pero también sé que el sentimiento religioso es algo muy profundo que no puede cambiarse por decreto ley. Para muchas mujeres musulmanas el hiyab es una seña de identidad. Para otras, quitárselo es tanto como desnudarse. Pero también he visto muchas chicas que han aparecido por el instituto y, al cabo del tiempo, se lo han quitado.

Me gustaría que llegase el día en el que el hiyab no fuese más que un adorno, al igual que los crucifijos o los rosarios. Pero para que llegue ese día, el mejor camino no es hacerles sentir que la sociedad les rechaza, sino hacer todo lo posible para que aprendan matemáticas, literatura, filosofía, historia...

Hoy, en una clase, un alumno ha sacado el tema. La opinión del resto ha sido unánime: hay que respetar las costumbres de los compañeros. Mientras decían esto miraban a la mejor alumna de clase, una chica encantadora, que, asustada bajo su hiyab, ha acabado preguntándome si en nuestro instituto podía pasar eso.

lunes, 19 de abril de 2010

Alicia

A ver si os suena esta historia: una profecía augura que vendrá el elegido, conseguirá la espada mágica, matará al dragón y liberará así al país del sangriento rey que lo gobierna.

Pues donde pone el elegido leed Alicia y donde pone rey sangriento leed reina de roja y ya tenéis el guión de la sorprendente y original historia que cuenta Tim Burton en su última producción, titulada, por evidentes razones económicas, Alice in Wonderland.

Si se busca en www.google.es “alicia país maravillas”, las dos primeras direcciones corresponden a la película de Tim Burton. Si se busca “alice wonderland” en www.google.co.uk, lo mismo.

Si uno mira por ahí en los blogs de cine, verá que hay mucha gente que habla de la Alicia original refiriéndose a la película de Disney.

Lo confieso: he ido a ver Alice in Wonderland. Y me siento deprimido. Por ser tan inocente, por picar de nuevo, por ver que son insaciables rescribiendo la realidad, por ver que han sido capaces, otra vez, de neutralizar una de las obras más escandalosas de la literatura.

En los dos libros que el reverendo Dodgson, alias Lewis Carroll, dedicó a Alicia Liddell, se juega con el lenguaje y la lógica, con la ambigüedad, la paradoja, los juegos de palabras, la relatividad de la existencia, las inversiones especulares, el azar...

Pero, lo más pasmoso, es que los libros de Alicia son un canto amoroso a una niña de siete años. No me voy a meter en la cuestión psicoanalista y sexual del asunto. Pero lo que sí sé es que pocas veces un escritor ha hablado con tal admiración de su personaje. Pocas veces un autor se ha convertido a sí mismo en mero instrumento para ensalzar la gloria de su personaje. Carroll, rendido desde un principio a su jovencísima amiga, no intenta ocultar en ningún momento su enamoramiento, y convierte un paseo en barca, aquel en el que creó las historias que le contó a Alicia, en el momento perfecto de su vida, aquel que después añorará y recordará como modelo de la vida que él hubiese querido.

Nada de esto está en la película de Burton. Ni siquiera los personajes que copia los copia como eran. En las historias de Carroll, todos los personajes son complejos, irónicos, egoístas, y ponen a prueba la inteligencia de Alicia. Ahora, todo eso se ha convertido en otra empalagosa versión de la historia de San Jorge y el dragón.

Cabrones.











El grabado del gato de Cheshire es del genial John Tenniel.




domingo, 18 de abril de 2010

Problema de lógica numérica

Almazul dijo...


No tiene nada que ver con el tema que estamos tratando pero puede venir bien para desengrasar un poco después del debate político y tampoco impide que podamos seguir comentándolo, a Alberto y los demás seguro que os gusta este problema de lógica numérica que he encontrado por ahí, si alguno conoce la respuesta que no la dé inmediatamente para dar oportunidad a que los demás lo descubran por si mismos:

7662 = 2
7111 = 0
2172 = 0
6666 = 4
3213 = 0
1111 = 0
9881 = 5
8809 = 6
9312 = 1
8193 = 3
0000 = 4
2222 = 0
3333 = 0
5555 = 0
8096 = 5
7777 = 0
9999 = 4
5531 = 0
7756 = 1
6855 = 3
2581 = ?

miércoles, 14 de abril de 2010

España franquista

España lleva décadas vanagloriándose de su transición política, el proceso por el cual pasamos de una dictadura a una democracia. Pero lo cierto es que muchas heridas quedaron sin cerrar.

En Alemania, a ningún político de derechas, salvo algún pirado neonazi, se le ocurriría ya no defender a Hitler, sino intentar minimizar lo que fue. En España, el principal partido de la oposición se niega a condenar oficialmente el franquismo (de hecho, su presidente-fundador fue ministro franquista).

En Francia, en Alemania, la derecha es laica. En España no. Aunque digan que sí lo son, luego se ve a los políticos de derechas de la mano del clero en manifestaciones contra el aborto, el matrimonio homosexual y cuanta libertad se intente poner en marcha.

En Francia, los casos de corrupción pueden acabar con un partido. En España, si el partido es de derechas, no. Por qué a los votantes de la derecha no les importa que sus políticos sean unos corruptos es algo que no puedo saber, aunque sí sospechar.

En España los jueces se equivocan mucho. No sé si más o menos que en otros sitios, pero se equivocan mucho. Por eso no deja de sorprender que sea solo cuando un juez intenta juzgar los crímenes del franquismo cuando la fuerza de la ley cae sobre él y le quita del medio.

En Alemania el nazismo es un movimiento marginal. En España, el franquismo sigue vivo en la política y en las instituciones.

Y en la gente, en mucha gente que, con toda la desvergüenza del mundo, defiende que en la Guerra Civil hubo dos bandos, y que si unos eran de uno los otros eran del otro, y que ya está, y que hay que olvidarlo. Naturalmente, la mayoría de los que prefieren olvidar son de derechas y no tienen a sus muertos enterrados en zanjas.

Lo que está pasando en este país es, sencillamente, vergonzoso.

La única esperanza es que los amigos argentinos juzguen desde allá lo que no podemos juzgar desde acá.

domingo, 4 de abril de 2010

Creencias laicas

Solemos asociar las creencias con la religión pero, siendo este un ámbito ideal para ellas, no es el único. En realidad las creencias lo infectan todo, desde la biología (las jirafas tienen el cuello largo por su afán de comer las hojas de los árboles) hasta la matemática (existen infinitos números), pasando por la política (los mercados se autorregulan), la lógica (la excepción confirma la regla) o la psicología (All you need is love).

Pensando en algunos de los debates ocurridos por aquí últimamente, pienso que, más allá de las lógicas diferencias entre la forma de pensar de unos y otros, con demasiada frecuencia subyacen creencias injustificables que, sin embargo, condicionan todo el discurso y hacen imposible la comprensión.

Su virulencia provienen de que, en la mayoría de las ocasiones, están tan confundidas y entrelazadas con la forma que tenemos de ver el mundo que somos inconscientes no solo de que son arbitrarias y, casi siempre, erróneas, sino de que son creencias.

Creer en la ilimitada curiosidad infantil, en la innata bondad humana, en que el progreso es imparable o en que la naturaleza es sabia parece tan natural que muchos no ponen en duda lo que es, en casi todos los aspectos y sentidos, falso.

Creer que todos somos iguales, que algo es algo, que existen el bien y el mal o que los pisos nunca bajan nos dejan inermes ante una realidad en la que las diferencias son escandalosas, en las que algo puede en realidad significar nada, en que hay tantas reglas morales como personas, incluso más, y en la que los pisos, a veces, bajan.

Por todo esto creo que puede ser interesante, y hasta divertido, hablar de eso, de las creencias no religiosas, aunque todas, una vez se estudian, tienen cierto tufo religioso, en el sentido de que todas ellas reflejan no cómo es el mundo, sino cómo nos gustaría que fuese.

Ya he citado algunas de las creencias que pienso comentar, aunque la lista puede crecer con las aportaciones del personal. Si alguien ha encontrado alguna creencia solapada por ahí en mis escritos, le agradecería enormemente que la denunciase.

Una habitación con vistas








Fotos tomadas desde un asiento de piedra que hay al lado de una ventana
del monasterio de Santo Estevo de Ribas do Sil
entre el 27 y el 31 de marzo de 2010.

sábado, 3 de abril de 2010

Steve Hackett II

Por cierto: también sabe tocar en acústico. Atención al Horizons que suena a partir del minuto cuatro.

viernes, 2 de abril de 2010

Steve Hackett en Finisterrae

Ayer vi y escuché a Steve Hackett en el primer concierto de la primera edición de Finisterrae, un festival de rock progresivo que se está celebrando en A Coruña.

Para quien no lo sepa, diré que el grupo Genesis ha tenido tres etapas: la primera, progresiva, con Peter Gabriel a la voz; la segunda, progresiva, con Phil Collins a la voz; y la tercera, la más larga e infumable, dedicada a recaudar dinero... con Phil Collins a la voz.

Se ha escrito mucho acerca de quién era el alma de Genesis: que si Gabriel, que si Collins. Incluso hubo quien dijo, creo que él mismo, que era Banks... Lo cierto es que Genesis dejó de ser Genesis cuando Steve Hackett se marchó. Sin embargo, Steve Hackett ha seguido siendo durante décadas Steve Hackett.

El rock progresivo puede definirse de muchas manera: para unos es el intento de hacer lo que los músicos clásicos, pero con instrumentos electrónicos (el rock progresivo al principio se llamó sinfónico). Para otros, lo importante es el peso de la instrumentación, con especial hincapié en los teclados. Pienso que sin duda algo importante, de ahí lo de progresivo, es la convicción de que la música debe evolucionar: frente al pop, siempre copia de sí mismo, siempre igual pese a los cambios en la indumentaria, el rock progresivo basa su fuerza en la experimentación, en la búsqueda de nuevos timbres y armonías.

Pero hay algo más: el rock progresivo, el buen rock progresivo, cuenta historias. Historias no triviales, quiero decir, historias que van más allá de chico desea chica y chica desea a otro chico. Las historias de las que hablo evolucionan a medida que los largos temas progresivos desgranan sus sonidos. A veces las letras son importantes, pero siempre son lo de menos, porque es la música la que te hace sentir cosas, la que te produce emociones que cambian y crecen con el tiempo construyendo de esta manera una narración.

Fotos: Charo
Steve Hackett lo hace. Ayer lo hizo. Tras la música plana de unos cuantos grupos planos, superficiales en el sentido literal de la palabra, sin profundidad, sin historia, meros ejecutores de escalas y acordes, llegó el espectáculo, la magia de un tipo que entiende un concierto como algo más que una sucesión de estribillos.

Os dejo aquí un vídeo muy similar a lo que sonó ayer en A Coruña. Verlo y oírlo así no tiene casi nada que ver con la realidad, pero menos es nada.