miércoles, 25 de marzo de 2009

Teorías fosilizadas

Las religiones son un producto humano: en todas sus variantes, las religiones nos brindan convenientemente empaquetados hechos históricos, leyendas fuundacionales, fábulas morales, intuiciones filosóficas, explicaciones naturales y hasta prescripciones higiénicas.

Las intuiciones filosóficas son particularmente interesantes: cuando apenas sabíamos nada, cuando los humanos empezamos a preguntarnos por las causas del mundo, algunos propusieron las primeras teorías acerca de lo que veían: unos vieron un caos previo al orden de la naturaleza. Otros pensaron en dos fuerzas de cuya enfrentamiento surgió todo lo demás. Unos identificaron las fuerzas de la naturaleza personificándolas. En oriente creyeron descubrir la unidad subyacente a la aparente multiplicidad del mundo. Y en occidente creyeron encontrar en las matemáticas el lenguaje secreto de la armonía cósmica.

Estas intuiciones no son interesantes solo por lo estimulante que resulta darse cuenta de lo que fueron capaces de imaginar aquellos humanos partiendo prácticamente de la nada, sino porque hoy día siguen siendo, quizá gracias a su sencillez originaria, fuente de inspiración para nuevos planteamientos más técnicos y complejos.

Lo que quiero decir es que, en la medida que la comprensión del mundo se basa en los sistemas con los que intentamos modelizarlo, estas intuiciones nos proporcionan comprensión, una comprensión burda, primitiva, una comprensión a veces ingenua e infantil, pero comprensión a fin de cuentas. Un primer paso, una primera aproximación en el proceso inacabado que es la búsqueda de comprensión.

Lo malo es cuando se fosilizan, cuando llegan unos y pretenden convertir cualquiera de estas intuiciones en verdades absolutas y montan para ello una organización dedicada al control y explotación de las ideas heredadas del pasado. Entonces el pensamiento pierde la batalla, porque todos los esfuerzos se encaminarán a apuntalar lo que en principio no era más que una posibilidad, una suposición, y a evitar por todos los medios la crítica.

Sé que algunos dirán que también pasa con la ciencia. Y tendrán razón si lo hacen. Pero se equivocarán si no se dan cuenta de la gran diferencia: en la ciencia es esencial precisamente lo que está prohibido en las religiones reveladas: la crítica. Naturalmente que hay gente encastillada en sus teorías e incapaz de darse cuenta de sus errores. Pero eso no evita que los demás sometan a asedio sus tesis y acaben derribándolas si se demuestra su falsedad. Si hay un profeta en la ciencia ese fue Newton, y cayó. Y si tuvo una segunda venida fue Einstein y, pese al absurdo ensalzamiento popular, todos sabemos de sus errores y de las limitaciones de sus teorías. Eso no los hace pequeños. Solo gente cobarde y acomplejada piensa que no estar en posesión de la verdad te disminuye.

Ellos fueron grandes porque se atrevieron a equivocarse. Y lo hicieron a lo grande.

domingo, 22 de marzo de 2009

El tedio de lo vulgar

No sé a cuento de qué, pero hoy me he acordado de lo apasionante que era Internet al principio: si a aquello le llamaron navegar es porque realmente la búsqueda de sitios tenía mucho de aventura pues, llevado por la intuición, iba uno saltando de un vínculo a otro en busca del artículo fundacional, de la página deslumbrante, o del portal definitivo sin saber nunca si tus elecciones te estaba llevando al objetivo deseado, a una maravillosa sorpresa o al fracaso más estrepitoso.

Guardábamos por entonces las direcciones que encontrábamos como si fuesen joyas y esperábamos ansiosos el momento y la oportunidad de, a partir de aquellas direcciones, continuar la búsqueda de nuevos campos de información. Y es que, por aquel entonces, encontrar una gráfica de un campo de fuerzas, el fotograma de una película, o un texto original era una sorpresa y un regalo. La consecuencia de todo aquello fue una época estimulante, una época en la que la sensación de descubrimiento y de frontera se propagó por el mundo.

Sí, fue apasionante, pero apenas si duró unos pocos años. Internet es el ejemplo perfecto de la aceleración de los tiempos, y de cómo esa aceleración aniquila esos momentos de transición tan interesantes. Cuando las nuevas ideas o las nuevas tecnologías se instalan, los normales mortales que las recibimos lo único que sabemos es copiarlas, alterarlas, estirarlas y caer en manierismos y barroquismos: explotamos y sobreexplotamos las posibilidades de los nuevos hallazgos hasta que, cansados todos de darle vueltas y revueltas a lo mismo, algunos, esos dotados por el azar con el toque genial, generan nuevas ideas y nos dan nuevo impulso. Es en esos momentos de frontera, de transición entre lo viejo y caduco y lo nuevo y apenas esbozado cuando las mentes, gracias a esa materia prima que son las nuevas ideas, parecen explotar de creatividad. Son tiempos convulsos y a veces ridículos, pero también apasionantes y creativos.

Hoy día los procesos son tan rápidos, el consumo tan voraz, que los periodos de transición apenas si existen: en cuanto una idea salta a la palestra pública es fagocitada por la industria y esa máquina de trivialización y vulgarización, en el peor sentido de la palabra, que es el conjunto de los medios de comunicación de masas. Antes de que uno pueda ponerse a reflexionar sobre una nueva idea, esta ya ha sido ensalzada, consumida y arrojada al cubo de la basura por quienes, lógicamente, desprecian las ideas y solo quieren “información”, término que para ellos alude a cualquier dato que pueda ser empaquetado y vendido.

Hoy le hubiesen puesto los bigotes a la Gioconda al día siguiente de ser expuesta por primera vez. Y la teoría heliocéntrica de Copérnico se hubiese convertido en póster antes incluso de que la iglesia la condenase.

Y no es que me parezca mal del todo, la verdad. Lo que pasa es que la facilidad se convierte tan rápidamente en superficialidad que temo sinceramente que el tedio de lo vulgar acabe inundando el mundo... todavía más.

viernes, 20 de marzo de 2009

Natalidad y pobreza

En los países económicamente subdesarrollados, natalidad y pobreza dan lugar a un círculo vicioso. En una familia con muchos hijos, la mera subsistencia consume todos los recursos disponibles, sin que queden remanentes que puedan dedicarse a mejorar el nivel de vida y la instrucción de los hijos. Tampoco los padres pueden mejorar su formación, quedando condenados a realizar siempre las tareas peor pagadas. Los hijos se ven forzados por la necesidad a trabajar desde muy pronto, condenándose así a repetir el esquema: pobreza, incultura y, claro está, muchos, muchos hijos.

Si unimos a esto el drama sanitario que supone la epidemia del SIDA, epidemia que de momento solo sabemos frenar mediante la utilización de preservativos, se entiende perfectamente que sean tantos los que, desde gobiernos y organizaciones humanitarias, apoyen y promuevan la utilización de este sencillo, barato y asequible medio profiláctico.

Entonces, ¿por qué hay quienes se oponen a su uso y hasta llegan a mentir acerca de su eficacia? Iba a hacer un poco de retórica, pero hoy no estoy de humor: si la Iglesia Católica, con ese Papa mentiroso que tienen a la cabeza, hace campaña contra el uso del preservativo es porque quieren que en África las cosas sigan como están, porque desean que el continente entero viva sumido en el hambre, el dolor y la muerte. Y si quieren esto es porque, dado que la falta de instrucción está íntimamente ligada a la credulidad religiosa (esto no es una opinión, es estadística), la mejor forma de mantener la clientela es luchando contra todo lo que pueda remediar su miseria y su esclavitud. Lo malo es que, como se descuiden, no va a quedar nadie para rezar.

Entiendo que aceptar esta teoría es aceptar que la jerarquía católica está formada por asesinos sin escrúpulos, pero esto no es nada extraño, porque siempre ha sido así.

Como es natural, si estoy equivocado, estaré encantado de que alguien me saque de mi error. De hecho, me gustaría estarlo: quizá así la realidad no me resultase tan espantosa.

jueves, 19 de marzo de 2009

¿Loco o charlatán?

Leyendo Filosofía en el tocador del Marqués de Sade entiendo una idea curiosa: partiendo de la base de que dios no existe, Jesús resulta ser entonces un embaucador, un trolero, un estafador, al igual que los discípulos que le ayudaron a pergeñar los milagros que tanto éxito le depararon entre el pueblo.

Es sorprendente que la figura de Jesús haya quedado tan preservada de las críticas cuando su condición humana queda automáticamente desprestigiada si no aceptamos la superchería de que también era dios.

Se me ocurre que el mecanismo psicológico ha podido ser el de la coherencia: en el supuesto de su divinidad, todo lo que hizo tenía explicación: los milagros, las profecías, los prodigios, forman parte de los superpoderes de un ser celestial. El personaje es en sí tan absurdo (un semidios suicida que es hijo de una mortal fecundada por un espíritu que también es dios, distinto tanto del semidios y del dios creador, pero los tres en el fondo la misma persona) y su mensaje tan amoral (da igual lo que hagas: si crees y te arrepientes, serás perdonado) pero a la vez tan demagógico(no te preocupes de lo que te pase aquí: allí serás recompensado) que pocos se ha atrevido, o dignado, no sé, a criticarlo, centrándose por lo general el análisis ateo en el más serio asunto de la posibilidad de un dios creador, omnipotentes, omnipresente y todas esas cosas.

No pretendo decir que la crítica a Cristo no haya existido, sino que su imagen ha mantenido cierta dignidad incluso entre quienes han comprendido lo absurdo del concepto de dios, cuando resulta que este absurdo le convierte bien en un loco, bien en un charlatán.

miércoles, 4 de marzo de 2009

Vivir el presente

Eso de vivir el presente, de preocuparse únicamente por el presente porque es lo único que existe, la cosa del carpe diem y demás, es algo que aparece con frecuencia entre las expresiones de los que, escépticos, intentamos expresar nuestra forma de ver el mundo.

Y está muy bien: refleja esa desconfianza hacia todo de quienes no hemos encontrado ninguna justificación aceptable a las posiciones optimistas respecto del futuro.

Esto no quita, sin embargo, para que afirmaciones del estilo de “yo vivo al día”, no tengan el más mínimo sentido. Si fuese verdad que solo nos preocupa el momento presente no iríamos a trabajar, ni al médico, ni nos preocuparíamos de nuestras obligaciones tributarias. Tampoco sacaríamos entradas con antelación, y es muy posible que le dijésemos a vecinos y familiares lo que realmente pensamos de ellos. Nadie que no pensase en el futuro se preocuparía en empezar una novela de Tolstoi, y mucho menos pasaría por el martirio de ensayar una y otra vez las primeras escalas de la guitarra. Y lo de aprender un idioma extranjero, ni te cuento.

Si actuamos de modo contrario a cómo acabo de describir es porque sí nos preocupa el futuro. Posiblemente no tanto como a otros, no a un plazo tan largo como quien suscribe planes de pensiones, pero nos preocupa. Quizá el plazo se más corto, de días en algunos casos, pero en cualquier caso nos preocupa.

Esto me lleva a plantear la siguiente cuestión: ¿cuál es el plazo que, de un modo razonable, debemos tener en cuenta? Hace ya mucho tiempo servidor se licenció en matemáticas. Aquello me supuso cinco años de esfuerzos. Hoy no me arrepiento, pero, ¿fue una locura? ¿Fui un irresponsable al embarcarme en un proyecto que implicaba tal exigencia temporal?

Me gustaría vivir el presente. Solo el presente. Eso implicaría que el pasado no me rondaría cual mosca cojonera por ahí por la cabeza todo el santo día con sus recuerdos de ridículos y frustraciones. También implicaría que no le prestaría atención al futuro y, por tanto, a todas las exigencia de ese que seré en el mañana: estoy harto de que me diga que me cuide, que no coma, que no beba, que haga deporte, que cuide las cosas que mañana serán sus cosas. En definitiva: estoy harto de que me obligue a pensar en el futuro, en ese tiempo que no será mío, sino suyo.

Mi pregunta es: ¿dónde está la frontera?

domingo, 1 de marzo de 2009

Mundo

He visto que mientras en la edición 22 del DRAE se define mundo como ‘conjunto de todas las cosas creadas’, la edición 23 dirá ‘conjunto de todo lo existente’.

Llamadme simple, pero a mí estas cosas me emocionan.

Miedo al futuro

La gente no sola compra lotería, sino que lo hace en ciertos lugares donde “toca más”. Pese a que los hechos demuestran la incapacidad de los analistas económicos de predecir nada de nada, los periódicos y los discursos de los políticos siguen llenándose de sus opiniones. Aunque jamás se ha cumplido una profecía, la mayoría de la población mundial sigue creyendo en sacerdotes, hechiceros y videntes. Los enamorados siguen creyendo, generación tras generación, que lo suyo es especial y eterno, pese a la evidencia estadística en contra.

Solemos achacarle este extraño comportamiento a la ignorancia del personal y a la manipulación de los poderosos, pero no es suficiente. Tienen que haber algo más, algo que sea beneficioso en esta credulidad inverosímil, algo que explique por qué los miembros de una especie dotada de un procesador de información prodigioso son capaces de equivocarse tanto y tan a menudo.

La explicación resida quizá en el miedo, en la angustia existencial. Somos animales dotados de futuro, a diferencia de casi todos los demás. Sabemos que tenemos un provenir, y que ese porvenir está limitado, acotado por la muerte. El futuro de un gato tan solo abarca hasta el momento en que satisfará sus apetitos. Y a eso se limitan sus preocupaciones: comer, follar y sobrevivir al momento presente. Sin embargo, nosotros los humanos, al conocer la existencia de un futuro indeterminado pero que sabemos puede prolongarse durante años, no podemos evitar preocuparnos por él, hacerle objeto de nuestras reflexiones y cuidados.

Esta preocupación, este miedo es el que nos hace proclives a aceptar la palabra de cualquier cantamañanas que diga conocer lo que vendrá. Irracional, irreflexivamente, abrazaremos con alegría lo que sea que cartografíe el futuro con tal de que reduzca el misterio, la inquietud, la angustia.

Esto no debería de ser malo si no fuera porque, además de ponernos en manos de dichos cantamañanas, nos hace vivir una ilusión, la de que el transcurrir de nuestra vida es un proceso al menos en parte previsible. Por el contrario, ser conscientes de nuestra ignorancia, de todo lo que el futuro tiene de caótico, nos estimulará a vivir con intensidad lo único que tenemos, el presente, y a prepararnos para la sorpresa.