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El éxito de una mentira depende de varios factores, entre los cuales no es el menos importante su improbabilidad. En el caso de la creencia en los Reyes Magos es además decisivo lo útil que resulta para varias instituciones y colectivos.
A los padres, por ejemplo, les viene de perlas lo de los Magos de Oriente, porque así pueden hacer regalos a sus queridos vástagos y disfrutar de sus caritas de placer sin necesidad de afrontar ninguna responsabilidad: si los juguetes no son los deseados o si, como ocurre indefectiblemente, son peores que los del vecino rico del cuarto, es cosa de Sus Majestades los Reyes.
También tienen, cómo no, una finalidad teológica: si queremos que el humano adulto sea capaz de creer en la existencia de seres fantásticos y en sus arbitrariedades, nada mejor que irle acostumbrando desde niño. Si además asociamos con dichos seres fantásticos el buen rollito de los regalos, pues mejor que mejor. Esto también es beneficioso para los dirigentes económicos y políticos, pues tras varios años de vivir apasionadamente lo de la Epifanía no habrá ningún problema en creerse lo de la autorregulación del mercado, lo de la mano invisible, lo de la vocación de servicio y cuanta superchería quieran contarnos, además de estar perfectamente preparados para asumir las decisiones “que vienen de arriba” sin más cuestionamiento.
Sin embargo, nada es perfecto, y la leyenda que nos ocupa no es un excepción: tiene sus riesgos. Estos surgen en el momento en que el niño descubre la verdad. El instante de la revelación de la verdad es sin duda uno de los más importantes de la vida de un individuo, pues según como ocurra le va a decantar por uno u otro de los dos tipos humanos universales: el de los crédulos o el de los escépticos.
He de confesar que no sé con precisión de qué depende que ocurra una cosa o la otra: la edad a la que se hace el descubrimiento o la persona que nos lo revela seguro que influyen. Pero también elementos mucho más sutiles como el especial estado de ánimo en el que se encuentre el individuo pueden inclinar la delicada balanza en un sentido u otro. En cualquier caso, lo cierto es que para unos es algo que se vive con naturalidad, sin traumas, incluso como un rito de paso hacia una nueva época de la vida. Para otros, por el contrario, supone la refutación o, al menos, el cuestionamiento de todo el sistema. “Si me han mentido en esto”, se dice esta otra clase de humanos, a menudo con los ojos ligeramente humedecidos, “¿en cuántas cosas más lo habrán hecho?”.
Esta pregunta es solo el preludio de todo un largo y espinoso proceso de revisión en el que el desengañado se obliga a sí mismo a enfrentarse a lo que hasta ese momento creía los fundamentos de su vida: los Reyes Magos, Blancanieves y sus amigos, los niños y la cigüeña, Dios..., todo lo que daba orden y sentido a su existencia muestra su falsedad ante la mirada atónita del ya para siempre escéptico convencido, que mientras ve cómo desaparece el suelo bajo sus pies no puede evitar, aunque le pese, plantearse la gran pregunta: “¿cuál es el sentido de la vida?”.